Francisco Fortuño Bernier
Hace poco más de una década se dio en la izquierda socialista de Puerto Rico un agrio debate. Fue una polémica entre dos estrategias: de un lado, la del partido “de combate” y, de otro, la del partido electoral. Poco después de ese debate fragmentario, que no culminó teóricamente, aunque sí en la práctica, yo me fui de Puerto Rico para regresar recientemente. Estar fuera una década entera me privó de una perspectiva pormenorizada de los desarrollos de esas estrategias, año por año. Pero no me cegó.
Lo que he tenido ante mí, al regresar, son dos instantáneas: en una mano la de 2011-12 y en la otra la de 2023-24. No puedo narrar como testigo lo que ocurrió entre medio, pero sí puedo describir el contraste entre estas dos vistas, comparando las aspiraciones que se expresaron en aquel momento con lo que encontramos en una coyuntura cambiada.
La primera imagen retrata a una izquierda que se enfrentaba al Puerto Rico que sufría los embates más violentos del neoliberalismo y se preguntaba qué hacer.
Los seis años previos a las elecciones de 2012 vieron, entre otras cosas: el inicio de la depresión económica en 2006 y el comienzo del manejo neoliberal de la crisis; la huelga de maestros del 2008 y la derrota y división de la Federación de Maestros; una situación de agitación generalizada y movilización masiva ante la imposición del programa de austeridad codificado principalmente en la Ley 7, y una huelga universitaria de envergadura nacional en dos partes. Todo eso fue la antesala del debate sobre la participación electoral [1].
Releyendo la polémica, brinca a la vista una paradoja: a pesar de las recriminaciones e invectiva, las diferencias son menos de las que uno creería. Mas aparecen como una brecha infranqueable: no se planteaba entonces una diferencia de principio en torno a la participación electoral. Lo que sí se argumentaba era una diferencia en torno a si existían las condiciones apropiadas para que la izquierda entrara en el ámbito electoral.
El Movimiento Socialista de Trabajadores―organización a la que yo pertenecía entonces y dentro de la cual participé en ese debate―planteaba que no, que en aquel contexto participar de las elecciones era venderle ilusiones al pueblo. En cambio, sostenía que hacía falta organizar un partido que llamaban “de combate”: una organización de militantes entregados primordialmente a un trabajo explícitamente socialista entre los elementos más conscientes de la clase obrera que operara al margen de lo electoral, pretendiendo confrontar directamente al régimen capitalista-colonial. Se planteaba el abstencionismo de cara al 2012 y, como parte de esa táctica, se desarrolló una campaña oficial polémica e informal contra los esfuerzos de la izquierda electoral. La consigna: “socialismo único camino”.
Del otro lado, el argumento del Movimiento al Socialismo era que la izquierda necesitaba romper el cerco tradicional de su práctica “autosuficiente” (para usar un término de Rafael Bernabe, entonces del MAS, que irritó mucho a Luis Ángel Torres, líder histórico del MST hasta su muerte en 2013). Es decir, quienes abogaban por la estrategia electoral, amplia, entendían que la participación en los comicios podría expandir el horizonte de acción de la izquierda, hasta ahora limitada a un espacio restringido tanto en lo discursivo como en lo práctico. Así, el objetivo sería vincularse directamente con una población que se desencantaba cada vez más con el sistema político y económico entero, partiendo de la premisa de que si bien no era un pueblo con conciencia socialista o independentista, ello no había sido un obstáculo para la movilización y organización contra el neoliberalismo dadas las condiciones de precariedad generalizada. Los socialistas, en otras palabras, debían dejar de valerse exclusivamente por sus propios esfuerzos y sacrificios (aferrándose a los lugares comunes de su tradición) y atreverse a establecer una estrategia que ampliara su campo de acción significativamente, creando así una relación de diálogo político con lo que en otros tiempos se llamaba “las masas”. [2] La consigna: “Abre paso”.
2. Un vistazo a la coyuntura actual
¿Cómo se ve el retrato actual?
Ninguna de las dos estrategias consiguió sus objetivos a cabalidad. Hoy no existe ni el MAS ni el Partido del Pueblo Trabajador (PPT), que era el proyecto electoral que se impulsaba de su parte. Esto parecería confirmar las objeciones que levantó el MST en aquel momento, sobre todo en cuanto a la debilidad organizativa de la izquierda. Pero eso no confirma la hipótesis estratégica del MST, que por su parte es hoy una organización que, aunque no ha desaparecido, está sumamente debilitada. Quizá sorpresivamente para algunos, el MST también ha concedido que su proyecto de entonces no prosperó. Luego de un largo historial de posicionamientos contra la participación electoral, este año ha llamado a votar por la Alianza.[3]
Los líderes del sector que abogaron por la estrategia amplia de lucha electoral no han desaparecido: el PPT fue integral en la fundación del Movimiento Victoria Ciudadana (MVC), un proyecto aún más amplio que aquel. El propio Rafael Bernabe, para dar el ejemplo más claro, lleva un cuatrienio en la legislatura como senador. Sus posiciones como legislador han sido claras: todo el mundo sabe que es el defensor más consecuente de las luchas de la clase trabajadora y los pobres en el país, así como uno de los principales aliados del movimiento ambientalista y del feminismo. Dicho sea de paso, nunca ha negado ser socialista, aunque no se le vea pregonando la toma del Palacio de Invierno. Por más que el sector patronal haya intentado regresar al país el turbio pasado de persecución macartista con los millones invertidos en campañas anticomunistas que pintan cualquier disidencia del pensamiento neoliberal como una afronta inaceptable, la realidad es que el pueblo ha estado dispuesto, y esperemos que lo esté una vez más, a elegir como representantes a gente comprometida con la lucha popular.
Más aún, el resquebrajamiento de la hegemonía bipartidista está abriendo espacios antes impensables para el independentismo. Ciertamente, Juan Dalmau no está encabezando una campaña que abogue por la independencia ahora mismo, pero está contribuyendo certeramente a que el pueblo se sienta cómodo con identificarse en un independentista. ¿Cuándo fue la última vez que una gran masa de personas vio sus aspiraciones políticas de cambio encarnadas en un líder como Dalmau, independentista y crítico de las estructuras de poder existentes? Es algo que prácticamente no ha ocurrido en memoria viva en este país, al menos no en el entorno electoral.
La prominencia de las ideas y discursos que cuestionan tanto el capitalismo despiadado como el colonialismo recrudecido se conjugan con posibilidades electorales reales, produciendo una situación casi impensable en el contexto del aceleramiento neoliberal encabezado por la administración de Luis Fortuño Burset hace una década. Reconocer esto no quiere decir enaltecer la coyuntura actual: desde la izquierda nos sabemos en una correlación de fuerzas que nos encuentra en debilidad. No vivimos una coyuntura revolucionaria: la unidad ruptural está lejos de darse. Dado esto, la tarea coherente actual es doble: primero, la de construir una alternativa a largo plazo; segundo, la de traducir la combatividad popular en términos políticos apropiados para la coyuntura y momento histórico presente.
La vía electoral, con sus contradicciones, ha rendido fruto: en la medida que la izquierda va aprendiendo a participar de la política electoral, se impone la necesidad de ajustar tanto su discurso como su programa a las expectativas y deseos concretos del pueblo trabajador. Se hace cada vez más imposible operar a partir de entelequias abstractas si el propio accionar requiere construir un apoyo palpable. No es posible ganar votos dictando a la gente lo que debe pensar; para acumularlos, hay que reflejar coherentemente sus necesidades y expresar las propuestas en un lenguaje que haga click con los tiempos.
La participación electoral le impone a la izquierda y al independentismo la tarea de su renovación como condición básica para construir un movimiento mayoritario por un cambio real. Nos obliga a que aprendamos a persuadir, que debe querer decir a enseñar.
La lucha electoral pone hoy a las fuerzas progresistas del país en una posición mejorada: la amplificación de las ideas que cuestionan el capitalismo y la colonia contribuye a desarrollar una estrategia transformadora, a que más personas cuestionen su propia opresión. Adelanta el que más gente se pregunte “¿qué pasaría si lleváramos a sus consecuencias lógicas el despliegue de poder popular que se hizo evidente en el Verano de 2019?”
Incluso reconociendo que los eventos de los últimos seis años (la imposición de la Junta, la privatización de la AEE/destrucción de la UTIER, los huracanes, la pandemia, etc.) han debilitado a los movimientos sociales y fuerzas políticas a todos los niveles, se puede afirmar que un evento como la aparición de la Alianza, impensable hace tan poco, nos deja en mejor posición para cuestionar la subordinación del pueblo a intereses foráneos y explotadores.
El despliegue de esperanza en la presente contienda electoral contribuye a la capacidad de autodefensa de ese pueblo, porque en la medida en que se organizan los sentimientos de desafecto ante el fracaso económico y político de la colonia se construye la confianza popular en la capacidad propia para decidir el futuro colectivo. Adquirimos fe en nuestra propia capacidad para luchar, para actuar conjuntamente.
La revolución no está sobre la mesa hoy, pero sí la construcción de una voluntad popular capaz de poner en cuestión el rumbo de la nación y, mínimamente, privar a la clase dominante del monopolio absoluto que hasta ahora ha disfrutado sobre los estratos más visibles del aparato del Estado: las Cámaras Legislativas y los pasillos del Ejecutivo. E incluso si quedaran fuera del alcance la Fortaleza y el Capitolio en la campaña actual, se están conquistando posiciones desde las cuales sembrar conciencia de que las cosas tienen que cambiar.
3. Ensimismamiento o apertura
El balance de lo que pasó con el partido de combate es más decisivamente negativo. El lado del que yo estuve durante aquel debate fue lo que podemos llamar el MST de su Séptimo Congreso (celebrado en septiembre de 2011), una organización tanto dirigida por un núcleo histórico de líderes que sobrellevaron las vicisitudes del desgaste de la organización desde los años 1990 [4] como nutrida por su relación a las luchas álgidas en los entornos estudiantil y, sobre todo, magisterial. Esas luchas, y especialmente las huelgas de la FMPR en 2008 y de la UPR en 2010-11, aceleraron el proceso de reconstrucción de la organización y la suplieron con un buen número de militantes y cuadros comprometidos con su proyecto. No se puede leer los debates de esa época sin perder de vista la dinámica al interior de la organización (y al exterior, sobre todo cuando se toma en cuenta las divisiones de la FMPR): el MST intentó constituir rápidamente una nueva dirección capaz de relevar a su liderato histórico. La urgencia era asegurar la continuidad del trabajo político revolucionario que venían haciendo desde los años 1970. A la par, por primera vez en mucho tiempo la organización expandía su capacidad de acción nacional. Esto desembocó en un proceso contradictorio que llevó a desfases importantes tanto internos (entre liderato y militantes) como externos (entre el nivel subjetivo de entrega militante intensificada y la realidad objetiva de una coyuntura social en reflujo).
El MST del Séptimo Congreso fue, en cierto sentido, el último intento coherente de crear en Puerto Rico una organización que entendió que su razón de ser total era propiciar un accionar política que se entendía a sí mismo como directamente revolucionario: socialistas haciendo trabajo por la revolución socialista, aquí y ahora. Eso puede ser visto por algunos como un anacronismo, una reiteración de algo que perdió sentido hace tres o cuatro décadas, pero era un proyecto cuya existencia hubiese sido imposible sin un vínculo estrecho con la coyuntura de lucha en la que se insertó. (Lo cual no quiere decir que tuviese una apreciación clara de la naturaleza de dicha coyuntura). Si no hubiese salido directamente de un contexto de luchas de masas, no le habría sido posible convencer a un grupo relativamente grande de personas (en proporción a la minúscula izquierda socialista del país) de que era un proyecto viable con el que debían comprometerse y, sobre todo, en el que tenían que creer como única opción frente a la alternativa estratégica.
Esa línea, la del partido de combate, se intentó y fracasó. Pero recordemos que una organización política se construye para ser meramente un instrumento para la lucha: una palanca para aplicarla en el punto de inflexión desde el que hacer mover la realidad. Esa idea de trabajar colectivamente para apalancar cambios en beneficio de la mayoría trabajadora de la sociedad no ha desaparecido ni caducado. Pero pensar que no importa los cambios históricos, o de coyuntura, o que debemos echar mano de exactamente las mismas ideas, discursos, tácticas y estrategias es, entre otras cosas, ser muy poco materialistas y abocarnos al aislamiento.
No soy yo quien tiene los elementos para hacer el balance completo de aquellas dos estrategias. Solo presento mi perspectiva a golpe de vista al regreso de una ausencia. Lo que sí puedo decir es que si bien pudo haber desaciertos en ambas estrategias, he aprendido que hay una diferencia cualitativa entre equivocarse hacia adentro, atrapado en la agorafobia de una organización, versus equivocarse hacia afuera, acercándose al pueblo que se quiere organizar. Hay que elegir: ensimismamiento o apertura.
4. Una autocrítica
Y eso me lleva a la autocrítica.
Yo participé de ese debate del que he hablado: me enfrasqué junto y contra otros en una pugna claustrofóbica que achicaba cualquier espacio que hacía su presa. Donde quiera que se encontrara alguien del MST con alguien del MAS, en aquel periodo, casi necesariamente tenía que surgir un argumento cansino. Fuera en una protesta o asamblea, foro o actividad, se asumía el debate desde el punto de vista pugilístico. Por lo menos así fue que yo lo experimenté y sufrí.
La actitud no era la de interlocutores en una polémica, dura, entre compañeros de lucha, sino la de contrincantes en una confrontación entre posiciones antagónicas, irreconciliables e incompatibles. Como si nuestros puntos de vista no hubiesen sido dos posibles acercamientos a un problema (¿cómo defendemos al pueblo trabajador? ¿cómo cambiamos sus condiciones de vida concreta y construimos su poder político?), sino posicionamientos que definían la virtud y compromiso de quienes las proponían.
Cualquier cosa se puede discutir en la estrategia, pero yo, al menos, no puedo regresar al mundo afectivo en el que una diferencia táctico-estratégica abre un abismo infranqueable entre compañeros. No es secreto que hoy hay en la izquierda puertorriqueña quienes difieren seriamente de la estrategia de quienes participamos o apoyamos la Alianza. Les invito a que estudien la historia de estos debates estratégicos al formular sus posicionamientos: verán que hemos recorrido un largo camino y que hay formas constructivas de debatir más allá del moralismo.
Esa lucha encarnizada en torno a las dos estrategias que describo tiene un nombre, sectarismo, y su rechazo, que asumo imperativo, no es romanticismo unitario trasnochado, sino la única conclusión admisible luego de la experiencia directa con la miseria hasta espiritual provocada por las gríngolas espinosas que impiden ver camaradas en camaradas.
Notas:
[1] De hecho, previo a discutir sobre la lucha electoral, las dos organizaciones principales que participaron en estas polémicas durante esa época, el MST y el MAS, sostuvieron un debate sobre sus respectivos llamados a una “huelga nacional de sectores estratégicos” (MST) versus un “estado huelgario” general (MAS): una diferencia sobre cómo enfrentar la ofensiva del capital en esa coyuntura presagió muchos de los puntos que se retomaron en la discusión en torno a la creación del PPT, incluido el tono. El debate sobre lo electoral en sí se desarrolla a partir de un artículo de Hugo Delgado del MST a favor de la abstención electoral,criticando las limitaciones del intento de fundar un partido electoral de izquierda en ese contexto. A este responde Rafael Bernabe, entonces del MAS, defendiendo la estrategia que buscaba crear el PPT. Luego, se enfrascan Bernabe, un poco perplejo ante el tenor del ataque, y Luis Ángel Torres en un intercambio caracterizado, desde el MST, por una irreverencia donde la crítica política se combina con una burla que raya en el insulto.
[2] Un punto quizá sorprendente sobre el que no hubo gran desacuerdo: que en el trabajo político de los socialistas hay que organizar de forma transversal a las opciones de estatus. La diferencia es que para el MST organizar estadistas y estadolibristas era algo que se podía y debía hacer en el entorno sindical (organizando trabajadores como tales en su taller de trabajo) y para el PPT esto era algo que se puede hacer en el espacio netamente político del escenario electoral (como trabajadores a nivel nacional: como pueblo).
[3] Aquel debate terminó demostrando la realidad de lo que Sigmund Freud llamó “el narcisismo de las pequeñas diferencias”.
[4] Se habían distanciado ya, con la salida del MST del Frente Socialista en 2005, de los procesos de unidad que intentaron aglutinar un polo de izquierda durante la década de los 90.
***
Francisco J. Fortuño Bernier es profesor de ciencia política en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
Comments