Por Gilbert Achcar*
[Nota editorial de momento crítico: La invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022 polarizó las posturas entre los grupos de izquierdas en torno al conflicto bélico ruso-ucraniano. Ya en momento crítico hemos publicado dos columnas del compañero Rafael Bernabe que abordan esta cuestión y defienden una postura antiimperialista y anticampista frente a la guerra**. El campismo puede definirse como aquella posición que reduce la complejidad de un conflicto a dos campos ideológicos únicamente: el progresista o el reaccionario. La guerra en Ucrania ha evidenciado que este tipo de simplificación es inadecuada y peligrosa. El rechazo a la política de la OTAN no debe traducirse en apoyo o indiferencia ante la intervención rusa en Ucrania. De hecho, tal reduccionismo evita reconocer las consecuencias adversas de la invasión rusa, como son las violaciones a derechos fundamentales como el de la autodeterminación de los pueblos, eje central de cualquier lucha antiimperialista. Por otro lado, rechazar la invasión rusa no debe interpretarse como un respaldo a las políticas de la OTAN ni a los intereses imperialistas estadounidenses en la región ni a la idealización del gobierno de Zelensky.
Para profundizar en este tema, compartimos la columna de Gilbert Achcar, autor y profesor libanés de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS por siglas en inglés) de la Universidad de Londres, donde ofrece una evaluación panorámica de las posturas antiimperialistas que han prevalecido en los conflictos recientes. En su escrito presenta un análisis lúcido y esclarecedor que parte del origen del “campismo” en el contexto de la Guerra Fría, para destacar posturas críticas de izquierdas distintas y algunas reformulaciones del viejo campismo en tiempos recientes. Achcar concluye tres principios rectores que pueden servir como orientación al momento de considerar la complejidad de los conflictos políticos desde posturas antiimperialistas: primero, priorizar el principio de autodeterminación democrática de los pueblos; segundo, el antiimperialismo se trata de oponerse a todos los estados y políticas imperialistas, no asumir la defensa de unos contra otros; y, tercero, plantea que incluso en aquellos casos en que la intervención de una potencia imperialista beneficie algún movimiento de emancipación popular, el juicio sobre la intervención debe estar dominado por la “desconfianza total hacia la potencia imperialista” y velar por la restricción de sus acciones.]
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Las tres últimas décadas estuvieron marcadas por una creciente confusión política sobre el significado del antiimperialismo, una noción que, en sí misma, había sido poco debatida anteriormente. Hay dos razones principales para esta confusión: el final victorioso de la mayoría de las luchas anticoloniales posteriores a la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe de la URSS. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y las potencias coloniales occidentales aliadas libraron varias guerras directamente contra movimientos o regímenes de liberación nacional, así como intervenciones militares más limitadas y guerras indirectas. En la mayoría de estos casos, las potencias occidentales se enfrentaban a un adversario local apoyado por una amplia base popular. Así pues, oponerse a la intervención imperialista y apoyar a los destinatarios de las mismas resultaba obvio para los progresistas; la única cuestión era si este apoyo debía ser crítico o sin reservas.
Durante la Guerra Fría, la principal división entre los antiimperialistas era la actitud hacia la URSS, que los partidos comunistas y sus aliados cercanos consideraban la «patria del socialismo». Estos determinaron en gran medida sus propias posiciones políticas alineándose con Moscú y el «campo socialista», lo que entonces se llamaba «campismo». Esta actitud fue alimentada por el apoyo de Moscú a la mayoría de las luchas contra el imperialismo occidental en el marco de su rivalidad global con Washington. En cuanto a la intervención de Moscú contra las revueltas obreras y populares en su propia esfera de dominación europea, los campistas actuaron como simples defensores del Kremlin, denigrando estas revueltas con el pretexto de que eran fomentadas por Washington.
Aquellos que pensaban que la defensa de los derechos democráticos es el principio fundamental de la izquierda apoyaron tanto las luchas contra el imperialismo occidental como las revueltas populares en los países bajo dominación soviética contra las dictaduras locales y la hegemonía de Moscú. Una tercera categoría la formaron durante un tiempo los maoístas los que, a partir de los años sesenta, calificaron a la URSS de «social-fascista», describiéndola como peor que el imperialismo estadounidense e incluso poniéndose del lado de Washington en ciertos casos, como la posición de Pekín en el sur de África [1].
Pero la situación caracterizada por las guerras llevadas a cabo exclusivamente por las potencias imperialistas occidentales contra los movimientos populares del Sur del planeta empezó a cambiar con la primera guerra de este tipo librada por la URSS desde 1945: la guerra de Afganistán (1979-89). Y aunque no fueron organizadas por los Estados que entonces se llamaban «imperialistas», tanto la invasión de Vietnam a Camboya en 1978 como la agresión de China a Vietnam en 1979 causaron una gran desorientación en las filas de la izquierda antiimperialista mundial.
Otra complicación de gran envergadura fue la guerra dirigida por Estados Unidos contra el Irak de Saddam Hussein, en 1991. No se trataba de un régimen «popular», aunque sí dictatorial, sino de uno de los más brutales y asesinos de Medio Oriente, una dictadura que incluso había masacrado a miles de kurdos en su propio país con armas químicas y con la complicidad de Occidente, ya que esto había ocurrido durante la guerra de Irak contra Irán. Algunas personalidades, que hasta entonces habían pertenecido a la izquierda antiimperialista, cambiaron de bando en esta ocasión apoyando la guerra dirigida por Estados Unidos. Pero la gran mayoría de los antiimperialistas se opusieron a la misma, aunque fue llevada a cabo bajo el mandato de la ONU y aprobado por Moscú. Se mostraron reacios a defender una posesión del Emir de Kuwait, que Gran Bretaña le había regalado y que estaba poblada por una mayoría de emigrantes sin derechos. A la mayoría tampoco le agradaba Saddam Hussein: lo denunciaban como un dictador brutal, al tiempo que se oponían a la guerra imperialista dirigida por Estados Unidos contra su país.
Pronto surgió una nueva complicación: tras el cese de las operaciones bélicas de Estados Unidos en febrero de 1991, la administración de George H.W. Bush -que había escatimado deliberadamente a las tropas de élite de Saddam Hussein por temor a un colapso del régimen, lo que habría sido beneficioso para Irán- le permitió al dictador desplegar esas mismas tropas para aplastar un levantamiento popular en el sur de Irak y también a la insurgencia kurda en el norte montañoso. Incluso, en este último caso, le permitió utilizar sus helicópteros. Eso provocó una oleada masiva de refugiados kurdos que cruzaron la frontera con Turquía. Para impedirlo y para que los refugiados volvieran a sus hogares, Washington impuso una zona de exclusión aérea sobre el norte de Irak (no-fly zone, NFZ). No hubo casi ninguna campaña antiimperialista contra la NFZ, ya que la única alternativa habría sido la continuación de la implacable represión de los kurdos.
En la década de 1990, las guerras de la OTAN en los Balcanes crearon un dilema similar. Las fuerzas serbias leales al régimen de Slobodan Milosevic llevaron a cabo acciones criminales contra los musulmanes bosnios y kosovares. Pero Washington había desestimado deliberadamente otros medios para evitar las masacres e imponer una solución negociada en la antigua Yugoslavia, porque estaba presionado para que la OTAN dejara de ser una alianza defensiva y se convirtiera en una «organización de seguridad» involucrada en guerras intervencionistas. El siguiente paso en esta transformación consistió en involucrar a la OTAN en Afganistán tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, eliminando así la limitación original de la alianza a la zona del Atlántico. Luego vino la invasión de Irak en 2003, la última intervención dirigida por los Estados Unidos que fuera unánimemente condenada por los antiimperialistas.
Mientras tanto, el «campismo» de la Guerra Fría había resurgido bajo una nueva forma: ya no se alineaba detrás de la URSS, sino que apoyaba directa o indirectamente a cualquier régimen o fuerza que fuera objeto de la hostilidad de Washington. En otras palabras, se pasó de una lógica de «el enemigo de mi amigo (la URSS) es mi enemigo» a una lógica de «el enemigo de mi enemigo (Estados Unidos) es mi amigo» (o alguien a quien, en todo caso, no había que criticar). Si la primera lógica dio lugar a algunas asociaciones extrañas, la segunda es la receta del cinismo desenfrenado. Al centrarse exclusivamente en el odio al gobierno de Estados Unidos, conduce a la oposición sistemática a todo lo que Washington emprende en el escenario mundial y lleva al apoyo acrítico a regímenes totalmente reaccionarios y antidemocráticos, como el siniestro gobierno capitalista e imperialista de Rusia (imperialista cualquiera que sea la definición del término) o el régimen teocrático de Irán, o los émulos de Milosevic y Saddam Hussein.
Para ilustrar la complejidad de los problemas a los que se enfrenta hoy el antiimperialismo progresista -una complejidad insondable para la lógica simplista del neocampismo- consideremos dos guerras nacidas a partir de la Primavera Árabe de 2011. Cuando las movilizaciones populares lograron deshacerse de los presidentes de Túnez y de Egipto a principios de 2011, todo el espectro de autoproclamados antiimperialistas aplaudió al unísono, ya que ambos países tenían regímenes aliados con Occidente. Pero cuando la onda expansiva revolucionaria llegó a Libia, como era inevitable en un país limítrofe con Egipto y Túnez, los neocampistas se mostraron mucho menos entusiastas. Recordaron de pronto que el régimen altamente autocrático de Muammar al-Gaddafi había sido declarado ilegal por los Estados occidentales durante décadas, pero no sabían aparentemente que desde 2003 había colaborado con Estados Unidos y con varios Estados europeos [2].
Fiel a su propio estilo, Gadafi reprimió las protestas en un baño de sangre. Cuando los insurgentes tomaron el control de la segunda ciudad de Libia, Bengasi, Gadafi -después de describirlos como «ratas» y «drogadictos» y de prometer memorablemente que iba a «purificar Libia palmo a palmo, casa a casa, hogar a hogar, calle a calle, persona a persona, hasta que el país quede libre de mugre e impurezas»- preparó un ataque contra la ciudad, desplegando todo el arsenal de sus fuerzas armadas. La probabilidad de una masacre a gran escala era muy elevada. Diez días después del inicio de la revuelta, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó por unanimidad una resolución que enviaba a Libia a la Corte Penal Internacional [3].
Los habitantes de Bengasi pidieron protección al mundo entero, pero insistieron en que no querían tropas extranjeras en su territorio. La Liga de Estados Árabes apoyó el pedido. Como resultado, el Consejo de Seguridad adoptó una resolución que autorizaba la imposición de una zona de exclusión en el espacio aéreo libio, así como «todas las medidas necesarias… para proteger a las poblaciones y zonas civiles… excluyendo al mismo tiempo el despliegue de cualquier fuerza de ocupación extranjera, bajo cualquier forma y en cualquier parte del territorio libio» [4]. Ni Moscú ni Pekín vetaron la resolución: ambos se abstuvieron, ya que no querían asumir la responsabilidad de una masacre anunciada.
La mayoría de los antiimperialistas occidentales condenaron la resolución del Consejo de Seguridad y recordaron las que habían autorizado el ataque a Irak en 1991. Al hacerlo, pasaron por alto el hecho de que el caso libio tenía más puntos en común con la NFZ impuesta en el norte de Irak que con la guerra contra Irak con el pretexto de liberar Kuwait. Sin embargo, la resolución del Consejo de Seguridad era claramente viciosa: podía interpretarse como una injerencia prolongada de las potencias de la OTAN en la guerra civil libia. Pero a falta de otros medios para evitar la masacre inminente, quedaba poco margen para oponerse a la NFZ en su fase inicial -por las mismas razones que llevaron a Moscú y Pekín a abstenerse [5].
En pocos días, la OTAN privó a Gadafi de gran parte de su fuerza aérea y de sus tanques. Los insurgentes podrían haber continuado su lucha sin una intervención extranjera directa, siempre y cuando tuvieran las armas necesarias para contrarrestar el arsenal restante de Gadafi. Pero la OTAN decidió mantener la dependencia de su participación directa con la esperanza de controlarlos [6]. Al final, los insurgentes lograron frustrar los planes de la OTAN desmantelando por completo el Estado de Gadafi, lo que dio lugar a la situación caótica que reina ahora en Libia.
El segundo caso, aún más complejo que el anterior, es el de Siria. En este país, la administración Obama nunca tuvo la intención de imponer una NFZ. Debido a los inevitables vetos de Rusia y China en el Consejo de Seguridad, eso habría exigido una violación de la legalidad internacional similar a la cometida por el gobierno de George W. Bush con la invasión de Irak (una invasión a la que Obama, entonces senador, se opuso). Washington mantuvo un perfil bajo en la guerra siria, intensificando su intervención sólo después de que el llamado Estado Islámico (EI) lanzara su gran ofensiva y cruzara la frontera iraquí, después de la cual las intervenciones directas de Washington se limitaron exclusivamente al combate contra el EI.
Pero la influencia más decisiva de Washington en la guerra siria no fue su intervención directa -que sólo tiene importancia para los neocampistas focalizados exclusivamente en el imperialismo occidental- sino la prohibición a sus aliados regionales de entregar armas antiaéreas a los insurgentes sirios, principalmente a raíz de la oposición israelí [7]. El resultado fue que el régimen de Bashar al-Assad tuvo el monopolio aéreo durante el conflicto e incluso pudo recurrir al uso extensivo de barriles bombas transportados por helicóptero. Esta situación también alentó a Moscú a involucrar directamente a su fuerza aérea en el conflicto sirio a partir de 2015.
A propósito de Siria, la división entre los antiimperialistas fue muy grande. Los neocampistas -como, en Estados Unidos, la United National Antiwar Coalition y el US Peace Council- se centraron exclusivamente en las potencias occidentales en nombre de un «antiimperialismo» muy particular y unilateral, mientras apoyaban o ignoraban la intervención -incomparablemente mayor- del imperialismo ruso (o la mencionaban tímidamente, mientras se negaban a hacer campaña contra la misma, como en el caso de la Stop the War Coalition en el Reino Unido) y no hablemos de la intervención de las fuerzas fundamentalistas islámicas patrocinadas por Irán. Los antiimperialistas progresistas y democráticos -incluido el autor de este artículo- condenaron siempre al régimen asesino de Assad y a sus partidarios imperialistas y reaccionarios extranjeros y reprobaron la indiferencia de las potencias imperialistas occidentales ante la difícil situación del pueblo sirio, se opusieron a su intervención directa en el conflicto y denunciaron el papel nefasto de las monarquías del Golfo y de Turquía, las que apoyaron a las fuerzas reaccionarias dentro de la oposición siria.
La situación se complicó aún más cuando el EI, en plena expansión, amenazó al movimiento kurdo nacionalista de izquierda sirio, la única fuerza armada progresista que operaba entonces en territorio sirio. Washington combatió al Estado Islámico con una combinación de bombardeos y un apoyo incondicional a las fuerzas locales, incluidas las milicias alineadas con Irán en el territorio de Irak y las fuerzas kurdas de izquierda en Siria. Cuando el EI amenazó con tomar la ciudad kurda de Kobane, las fuerzas kurdas se salvaron gracias a los bombardeos y a las entregas de armas por parte de Estados Unidos [8]. Ninguna fracción de antiimperialistas se levantó para condenar esta descarada intervención de Washington, por la razón obvia de que la alternativa habría sido el aplastamiento de una fuerza vinculada a un movimiento nacionalista de izquierdas en Turquía apoyado tradicionalmente por el conjunto de la izquierda.
Posteriormente, Washington desplegó tropas terrestres en el noreste de Siria para apoyar, armar y entrenar a las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) dirigidas por las fuerzas kurdas [9]. La única oposición vehemente a este papel de Estados Unidos vino de Turquía, miembro de la OTAN y opresor nacional de la mayoría del pueblo kurdo. La mayoría de los antiimperialistas permanecieron en silencio (un silencio equivalente a la abstención), en contraste con su propia posición de 2011 sobre Libia, como si el apoyo de Washington a las insurgencias populares sólo pudiera tolerarse cuando están dirigidas por fuerzas de izquierda. Y cuando Donald Trump, presionado por el presidente turco, anunció su decisión de retirar las tropas estadounidenses de Siria, varias figuras destacadas de la izquierda estadounidense -entre ellas Judith Butler, Noam Chomsky, el fallecido David Graeber y David Harvey- emitieron una declaración [10] en la que exigían que Estados Unidos «continúe con su apoyo militar a las FDS» (sin especificar que eso debería excluir la intervención directa por tierra). Incluso entre los neocampistas, muy pocos fueron los que denunciaron públicamente esa declaración.
A partir de este breve repaso a las complicaciones recientes del antiimperialismo, surgen tres principios rectores. En primer lugar, y lo más importante: las posiciones verdaderamente progresistas -a diferencia de las apologías de los dictadores pintadas de rojo- deben determinarse en función de los intereses del derecho de los pueblos a la autodeterminación democrática y no por la oposición sistemática a todo lo que hace una potencia imperialista, sean cuales sean las circunstancias; los antiimperialistas deben «aprender a pensar» [11]. En segundo lugar: el antiimperialismo progresista exige oponerse a todos los Estados imperialistas, no ponerse del lado de unos contra otros. Por último: incluso en aquellos casos excepcionales en los que la intervención de una potencia imperialista beneficia a un movimiento popular emancipador -e incluso cuando es la única opción disponible para salvar a dicho movimiento de una represión sangrienta- los antiimperialistas progresistas deben abogar por una desconfianza total hacia la potencia imperialista y exigir que su intervención se restrinja a formas que limiten su capacidad de imponer su dominación sobre aquellos a los que pretende salvar.
Las discusiones entre los antiimperialistas progresistas que están de acuerdo con los principios analizados anteriormente son esencialmente tácticas. Con los neocampistas, en cambio, hay muy poco espacio para la discusión: la invectiva y la calumnia son su modus operandi habitual, siguiendo la tradición de sus predecesores del siglo pasado.
Notas
[*] Este artículo fue publicado originalmente en inglés How to Avoid the Anti-Imperialism of Fools (6 abril 2021) The Nation. En francés Leur anti-impérialisme et le nôtre (8 abril 2021) en A l’encontre. También Their anti-imperialism and ours (18 abril 2021) New Politics. Reproducimos aquí la versión en español Su antiimperialismo y el nuestro (4 octubre 2021, traducción del francés por Rubén Navarro) publicada Correspondencia de Prensa y en Rebelión.
[**] Véanse las columnas de Rafael Bernabe La izquierda y la invasión de Ucrania: ¿campismo o internacionalismo? (29 abril 2022) y La guerra en Ucrania: cuatro reducciones que debemos evitar (7 julio 2022) en momento crítico.
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