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Mi camino hacia Trotski




Jorge Lefevre Tavárez


El proceso electoral tuvo como momento concéntrico el martes, 5 de noviembre. A pesar de que una parte importante de nuestros esfuerzos políticos giraron en torno a ese fecha, poco antes sentí la necesidad de redactar unas palabras sobre una conmemoración que se daría apenas un par de días posteriores a las elecciones: el nacimiento de Lev Davídovich Bronstein, mejor conocido como León Trotski, el 7 de noviembre de 1849. Más bien, sobre mi acercamiento a su historia y a su pensamiento.


Fue por Juan Jara que escuché, por primera vez, en la escuela superior, el nombre “León Trotski”. Desconocía su figura, al igual que desconocía sobre la Revolución de octubre, más allá de lo mínimo: una revolución obrera, socialista, que triunfó en un territorio inmenso y que luego desencadenó todo un periodo de autoritarismo y terror.


Pero Juan hablaba de una figura que formó parte de la revolución y que luego fue expulsada de ella en su momento de terror. Se constituía una figura, desconocida todavía para mí, pero que parecía encarnar las esperanzas de otro camino posible, que parecía conservar y representar una fuerza política traicionada.


Ahora lo pienso y reconozco que lo que encontraba seductor de esa narrativa era precisamente el carácter trágico de Trotski. Uso el término en su sentido clásico. C.L.R. James, partiendo de esta tradición, decía que: “Todas las grandes tragedias tratan precisamente la cuestión de la confrontación de dos ideas de la Sociedad, y lo tratan con la esencia interna del arte dramático – las dos sociedades se confrontan una con la otra en la mente de una misma persona”. Las tragedias, o las figuras trágicas, en ese sentido, más que cerrar un capítulo en la historia o la vida humana, señalan a una posibilidad todavía no cumplida. La tragedia representa una fuerza potencial que se nos aparece en el momento presente, aunque todavía sin que se haya desarrollado lo suficiente como para superar las viejas formas de la sociedad. Y, para mí, Trotski era eso: la posibilidad verdadera de la revolución socialista, democrática.


Si bien, en esos años, leí El manifiesto comunista por primera vez, sería falso decir que me acerqué al socialismo y al marxismo en aquella época. Mi aproximamiento no se daría hasta que se cerrara el primer ciclo de la Huelga del 2010 en el Sistema de la Universidad de Puerto Rico, y empezara el segundo, únicamente en Río Piedras. Los procesos de lucha me ayudaron a superar prejuicios que inculca esta sociedad, y llegué, por segunda vez, a Trotski, en esta todavía tímida inmersión hacia el marxismo, por los escritos suyos más cercanos al aspecto al que más tiempo de mi vida le dedicaba en los años universitarios: la literatura. Entrar a Río Piedras y al Departamento de Estudios Hispánicos fue un balde de agua fría al reconocer lo que desconocía del mundo de las letras y el pensamiento, por lo que me adentré a la literatura. Trotski fue, siempre, gran lector (como fue gran escritor), y lo atestiguan sus ensayos recopilados en los dos tomos titulados Literatura y revolución. Pero, como buen estudiante de literatura rompiendo con la sociedad burguesa primero por vías estéticas – es decir, a través de las propuestas de las vanguardias históricas –, lo que descubrí inicialmente fue el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”, firmado por Trotski, André Bretón (poeta francés, figura principal del movimiento surrealista) y Diego Rivera (pintor y muralista mexicano). Quizás fue el primer momento en que vi vinculadas la crítica económica con la crítica social-civilizatoria, que compaginaba con mi rechazo, todavía idealista, al capitalismo, enfatizando su vulgaridad, su banalidad, sus imposiciones y límites a la libre expresión de la libertad y la creatividad humanas: “En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan sólo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable”. Es en esta sociedad, del capitalismo en agonía, donde se aprecia, dice, “un envilecimiento cada vez más notorio, no sólo de la obra de arte, sino también de la personalidad ‘artística’”. Por eso, la solución a la banalidad cultural no se puede dar de manera total sin entrar al terreno político. Y querer transformar la sociedad desde sus cimientos, es querer la revolución: “El verdadero arte, es decir, aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos, sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que sólo genios solitarios habían alcanzado en el pasado. Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura”.


Mi experiencia previa a la literatura política estuvo atravesada por la poesía comprometida o el realismo. En el momento de la lectura, me encontraba, de manera poco dialéctica, en el bando opuesto, de las vanguardias. El manifiesto, por otro lado, era todavía más amplio y abarcador que mis previas estancias, acogiendo múltiples propuestas estéticas. “La revolución comunista no teme al arte”, dice, y por eso condena la censura artística igualmente en los gobiernos del fascismo alemán que en supuesto comunismo estalinista: “La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración, constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable”. Confiar en la libertad de la expresión artística es creer en la propia liberación del ser humano: “La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre”.


Poco antes del proceso huelgario, probablemente en el Grito de Lares del 2009, había leído la Declaración Política del Movimiento al Socialismo. Cuando el MAS empezó a conformar el Partido del Pueblo Trabajador en el 2010, me uní al esfuerzo, e incluso figuré como miembro fundador. Sin embargo, por cuestiones más del azar que de la voluntad, no ingresé al MAS en ese periodo, sino a la Federación Universitaria Pro Independencia, que buscaba recomponerse en Río Piedras después de un tiempo de estar casi inoperante. Por mi interés en el proyecto del PPT, recibí, por primera vez en la FUPI, aquel “insulto” que vendría yo a acoger con orgullo por el resto de mi vida: “trotskista”. En un ambiente de muy poca y muy débil formación política, en el que predominaban visiones nacionalistas y corretjerianas fraseadas como si fuesen socialistas (César Andreu Iglesias llegó a decir que Corretjer era “todo lo que es extraño al marxismo-leninismo”), fui encasillado con esa etiqueta. El insulto vendría, en ocasiones, con mayor color que en otras: quien me reclutó a la FUPI me dijo un tiempo más tarde que, si viviéramos en la época del Che, me fusilaría por revisionista.


Por la vulgaridad de la sociedad capitalista, me fui acercando al socialismo y al marxismo. Ahora, ante la vulgaridad del estalinismo, me acerqué, de manera definitiva, al trotskismo. No ya meramente la seducción de la figura trágica, ni tampoco el interés cultural o disciplinario hacia las artes como expresión de la libertad humana, sino con todo el peso de la historia, de la economía política y de la teoría. Al materialismo vulgar se le supera dialécticamente profundizando el materialismo.


En mi breve estancia en la FUPI de año y medio, que incluyó la expulsión fulminante de toda la membresía del Capítulo de Río Piedras (que me incluía), fue que leí el “Programa de transición”. Sería ese texto fundamental para mí, en la medida en que proponía las claves para superar la inmediatez del reformismo, pero también el idealismo del programa máximo, de las demandas o consignas que, aunque correctas, son irrealizables en la realidad inmediata. El programa de transición busca ser el puente entre ambos extremos: propone demandas que están al alcance del nivel de consciencia en la sociedad, pero que al mismo tiempo implican retar la lógica destructiva del capital, requieren, para implementarse, organizar a la clase trabajadora y antagonizar con las fuerzas de la burguesía y la sociedad actual, hecha ya vieja en términos objetivos, en términos de su propósito histórico-mundial. (Disculpen el desliz de nomenclatura hegeliana al final de esa última oración – eso, para otro artículo.)


En la FUPI internalicé la necesidad de la discusión colectiva, y de llevar a cabo de manera disciplinada las decisiones que surgen del espacio. Por eso, me alejé de un proyecto que me interesaba, y que mientras más leía, más pensaba que era la dirección correcta: el Partido del Pueblo Trabajador. ¿Cómo no verlo como una manera de concretizar el programa de transición en Puerto Rico? Con el vocabulario que tengo ahora, diría, ¿cómo no verlo como una estructura de transición en un periodo en el que no se vivía la posibilidad de una crisis revolucionaria? La contradicción entre mi formación político-teórica y la praxis de la organización en que militaba llegó a un momento insuperable en la medida en que limitaba mi accionar cuando veía que podía materializarse fácilmente. Por eso, llegó la hora de la ruptura y del verdadero comienzo: mi salida de la FUPI, mi ingreso al Movimiento al Socialismo – la organización revolucionaria – y mi reinserción en el PPT – la estructura amplia.


Fue en el MAS (con su Caucus de la Cuarta Internacional, considerada por la Cuarta Internacional su Sección en Puerto Rico) en el que mi formación trotskista se enriqueció, principalmente, con tres formulaciones: el desarrollo desigual y combinado, la revolución permanente y una mayor comprensión de Trotski a través de un análisis más profundo de la Revolución rusa. Repasemos estas formulaciones, aunque de manera esquemática.


“Desarrollo desigual y combinado”. El sistema de producción capitalista, debido a la competencia entre capitales individuales, está en constante expansión, tanto a nivel de sumas de capitales como a nivel espacial. Es decir, el capitalismo tiende necesariamente a ser un sistema de producción global, expandiéndose a todo rincón del mundo para imponer su lógica del mercado. Y esta expansión, en un mundo y en un mercado finito, produce, también, desigualdades, como las que ocurren a nivel internacional entre el desarrollo económico de un país y otro. Sin embargo, no quiere decir que haya países cuyas estructuras precapitalistas permanecen sin más, sino que se da una confluencia sincrónica de modelos de producción y relaciones sociales. Y así, Trotski vio en Rusia, una curiosa combinación: un país atrasado en términos económicos, con una población mayormente campesina, con una burguesía local pusilánime, pero en el que también se encontraban fábricas tan avanzadas como las de las economías más desarrolladas de Europa, muchas veces con capital extranjero. Y, por lo tanto, en este país “campesino”, se iba consolidando un movimiento obrero.


“Revolución permanente”. El movimiento obrero ruso contaba con sus sindicatos, sus partidos, conocía sus propios intereses. Se desarrollaba en un país en el que ni tan siquiera una verdadera revolución democrático-burguesa se había dado: se vivía bajo el reino del Zar. Pero la burguesía local, por lo raquítico, no iba a poder llevar a cabo la revolución que sus pares, más de un siglo antes, habían llevado a cabo en sus respectivos países. ¿Debería el movimiento obrero ruso auxiliar a la burguesía, como pensaban los mencheviques? No. ¿Debería el movimiento ruso llevar a cabo la revolución burguesa, la revolución democrática, como postulaban originalmente los bolcheviques? Tampoco. Pues, ¿cómo se le va a decir a la clase obrera que tome el poder y que detenga la implementación de sus intereses de clase? La propia actividad revolucionaria del movimiento obrero produciría un encadenamiento de demandas cada vez más radicales, en la medida en que dominaba el estado y en la medida en que las burguesías, locales e internacionales, le hacían la guerra. La revolución proletaria no se contentaría con la revolución burguesa, sino que iniciaría la transición al socialismo en pleno país campesino, si era capaz de desarrollar un programa que recibiera el apoyo del campesinado.


Ambas teorías, la de desarrollo desigual y combinado y la de la revolución permanente, originalmente pensadas por Trotski para el caso ruso, se ampliarían más adelante para el mundo subdesarrollado. Difícil no pensar en Puerto Rico.


Con estos dos conceptos, y profundizando en la historia pude entender con mayor claridad el excéntrico desarrollo organizativo de Trotski. No fue hasta 1917, en los albores de la revolución rusa, que se une Trotski al Partido Bolchevique, por incorrectamente oponerse a la teoría leninista de la organización, en aras de privilegiar una visión más espontaneísta. En el debate inicial, que se suscitó en el 1903, los mencheviques también se opusieron a la propuesta organizativa de Lenin. No fue hasta 1917, en los albores de la revolución rusa, que comparte Lenin la idea de la posibilidad de una revolución que iniciara la transición al socialismo en Rusia, y no solo que completara la revolución democrático-burguesa. Esto explica las diferencias y las pugnas de ambas figuras históricas, los errores de ambos – siendo Trotski el más perjudicado, por haber estado alejado por tanto tiempo del resto de los bolcheviques – y la complicidad, del 1917 hasta la muerte de Lenin, de ambos. (El que la Revolución de octubre haya ocurrido el mismo día del nacimiento de Trotski, dicho sea de paso, es otra coincidencia de la historia que abona al carácter trágico de su expulsión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en el 1929).


La contrarrevolución estalinista se aprovecharía de la necesidad temporera de una estructura jerárquica y rígida, dada la guerra posterior a la revolución, para convertirlas en teorías permanentes y así limitar la democracia obrera y la participación en el Partido Comunista y en la misma sociedad. Por eso, la manera siniestra en la que borra las aportaciones de Trotski a la revolución. Si es cierto que no fue un “bolchevique viejo”, es falso que no haya tenido un rol protagónico en aquella experiencia histórica. Para muestra, un botón: ya en la revolución del 1905, fue dirigente principal del soviet (consejo obrero) de la capital del Imperio Ruso, San Petersburgo (luego, Petrogrado), hecho que se repetiría en 1917. En el proceso, la contrarrevolución estalinista tergiversaría la teoría marxista y, dado el prestigio de la primera revolución obrera triunfante, limitarán su desarrollo por generaciones. En la contrarrevolución fue cuando la etiqueta “trotskista” no sería meramente usada para homologar ideas con las de Trotski, sino que se utilizaría con toda una carga peyorativa, sinónima de revisionista, reformista, contrarrevolucionario. El marxismo todavía no se ha recuperado por completo de esta tergiversación. Trotski, por eso, en uno de sus primeros intentos de distanciarse de la tergiversación, pero también de la etiqueta “trotskista” que personalizaba una tradición de pensamiento, utilizó la de “bolchevique-leninista”.


El MAS se disolvió en el 2014, producto, quizás, de que en términos objetivos la tarea de construir el PPT le quedaba demasiado grande a la organización revolucionaria, si bien la apariencia subjetiva se materializaba en una dura disputa interna. Pero, en gran medida, ya estaban mis cimientos: los Seminarios de El capital (también, para otro escrito) y el trotskismo como reivindicación y preservación del método marxista. El MAS fue el intento fallido de fusionar dos tendencias principales del pensamiento revolucionario puertorriqueño, el del Taller de Formación Política (que en los 90 se convirtió sección de la Cuarta, si bien muchos de sus integrantes, como la Cuarta misma, rechazan la etiqueta “trotskista) y un sector importante de los macheteros, el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Soy hijo del MAS, y por eso he propuesto denominar la teoría y la práctica que de ahí surgió “bolchevique-machetero”. No ha conllevado gran atracción. 


Nunca formé parte del Caucus de la Cuarta del MAS, si bien entré al MAS como trotskista. Por eso, extrañamente, fue fuera del MAS que intenté aprender sobre la Cuarta. En sus últimos años, Trotski proclamó que la creación de la Cuarta Internacional constituía la misión más importante que había llevado a cabo en su vida. Fue en este proceso, de formación individual renovada, que entendí un comentario que escuché alguna vez en el local del PPT: ante la pregunta “¿qué es el trotskismo?”, la respuesta “el trotskismo es la preservación del legado marxista”. Y, aquí, volvemos a lo trágico de Trotski. En mi adolescencia, Trotski representaba aquello que puede ser pero que no pudo concretarse; en la madurez, veo que eso no es una expresión meramente de un individuo, sino de toda una tradición teórica revolucionaria. Ante el prestigio de la Internacional Comunista (la tercera organización obrera internacional), que propagaba la versión tergiversada del marxismo, la Cuarta Internacional, fundada en el 1938, buscaría preservar ese legado en momento de auge estalinista. Esto no quiere decir que no hubo pensadores que hicieran lo mismo, o incluso movimientos nacionales. Pero sí es un mérito de la Oposición de Izquierda, primero, y luego de la Cuarta Internacional, el ser la única corriente internacional que conscientemente preservó la herencia marxista. 


Por supuesto, la “herencia” que el trotskismo preservó no implica meramente preservar el presente. Todo lo contrario: implica fidelidad a las herramientas analíticas del marxismo, para seguir desarrollando y profundizando el análisis y la práctica. El trotskismo, y la Cuarta, tienen el gran mérito de haber desarrollado en el marxismo las teorías sobre la burocracia y la burocratización, como mecanismos para entender la contrarrevolución estalinista (en términos materiales y objetivos, no meramente subjetivos), teorías que igual pueden trasladarse para entender las burocracias sindicales. El trotskismo se abrió al feminismo, a las luchas cuir, a las luchas trans, a las luchas ambientales, para, no acogerlas miméticamente, sino incorporar estas luchas y desarrollarlas desde el marco amplio, clasista, del marxismo. Algunas obras, como El capitalismo tardío de Ernest Mandel, o prácticas como el desarrollo de una visión “ecosocialista” y que apuesta por el “decrecimiento”, demuestran la simultaneidad de fidelidad al marxismo y desarrollo del marxismo a partir de la realidad concreta y actual. Qué útil resulta, por ejemplo, pensar el desarrollo desigual y combinado a partir de la crisis climática, que exige una nueva planificación (democrática) de la economía y la sociedad a escala global. Esa misma tarea de actualizar y profundizar es la que, humildemente, intentamos hacer hoy, desde Puerto Rico.


El Caucus de la Cuarta Internacional formó, en el 2014, Democracia Socialista. Cuatro años después, me reclutarían a la organización. Por qué la espera de cuatro años es una pregunta que todavía me hago. Pero, a pesar de la visión que se tiene del movimiento trotskista como uno “atomizado”, se regresa.


Cierro con una cita de Pierre Frank, de su libro Historia de la Cuarta Internacional: “La historia no dejará de señalar que fue Trotski, a través de la suma total de su obra, que hizo la mayor contribución a esta tarea de mantener la continuidad histórica. Aunque las etiquetas comunista-internacionalista y bolchevique-leninista han sido adoptados por varias organizaciones nuestras, el nombre trotskista muy probablemente será – y con razón – el que la historia nos otorgue”.


***


Jorge Lefevre Tavárez es editor, ensayista y sindicalista. Forma parte de la Junta Nacional de la Asociación Puertorriqueña de Profesores Universitarios (APPU). Es miembro de Democracia Socialista y actualmente forma parte de su Comisión Política.


1 Comment


Andriy
Andriy
Nov 13

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