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Los tres nacionalismos en América Latina

Claudio Katz





Lenin distinguía tres tipos de nacionalismo y postulaba estrategias socialistas diferentes frente a las variantes reaccionarias, democrático-burguesas y revolucionarias de esa corriente.


En toda su trayectoria priorizó la batalla frontal contra la primera vertiente, contraponiendo los principios de solidaridad del internacionalismo, a la rivalidad entre potencias y a la ideología chauvinista de la superioridad nacional.


El líder bolchevique remarcó que en esos casos las tensiones entre países eran utilizadas por las clases dominantes para preservar el capitalismo y reforzar la explotación de los trabajadores. Señaló que el nacionalismo era exacerbado por los poderosos, para oscurecer los antagonismos sociales con engañosas contraposiciones patrióticas. Destacó que ese contrapunto apuntalaba la subordinación de los asalariados a sus patrones, bloqueando la confraternidad de los oprimidos con sus hermanos de clase de otros países.


DISTINCIONES Y ACTITUDES


El cuestionamiento marxista del nacionalismo cobró centralidad cuando la Primera Guerra Mundial derivó en una masacre sin precedentes. Lenin denunció que las banderas nacionalistas esgrimidas por los distintos bandos, eran el disfraz utilizado por las clases capitalistas, para dirimir supremacías en el mercado mundial (Lenin, 1915).


El líder bolchevique detalló cómo los enriquecidos oponían a un pueblo contra otro para zanjar primacía en los negocios, definiendo quién embolsaría la mayor tajada en disputa. El carácter reaccionario de ese nacionalismo estaba determinado por la exaltación de los mitos identitarios con fines bélicos. Ese enardecimiento buscaba anular el clima de concordia requerido para introducir mejoras sociales y progresos culturales. Su objetivo era potenciar el expansionismo imperial. 


También en la periferia se verificaba esa modalidad regresiva del patriotismo. Allí era un instrumento de las oligarquías gobernantes contra las minorías extranjeras internas y los pobladores de los países circundantes. Exacerbaban las tensiones fronterizas para reforzar la militarización a fin de canalizar el descontento popular hacia confrontaciones con los vecinos.


Lenin contraponía esas modalidades de nacionalismo reaccionario en el centro y en la periferia con las dos variedades progresistas de resistencia que habían despuntado en los países dependientes. La primera vertiente era el nacionalismo conservador de las burguesías nativas afectadas por la dominación (formal o real) de las metrópolis. La segunda era el nacionalismo revolucionario promovido por las corrientes radicales del movimiento popular.


La distinción entre ambos sectores fue intensamente discutida a principios de los años veinte en el III Congreso Mundial de la Internacional, cuando la expectativa inicial de una revolución socialista decayó en Europa y despuntó en Oriente. Partiendo de esa diferenciación, Lenin maduró una estrategia antiimperialista que privilegiaba el protagonismo popular y la convergencia de los comunistas con el nacionalismo revolucionario.


El dirigente soviético entendía que esa diferenciación de nacionalismos debía corroborase en la práctica. Las tendencias conciliatorias y combativas se verificaban en la lucha y en las posturas frente a la izquierda. La hostilidad o convergencia con el socialismo era un dato clarificador de la impronta real de cada nacionalismo. Lenin subrayaba que la concreción de los frentes antimperialistas requería la aceptación de una militancia comunista autónoma (Ridell, 2018).


Esas hipótesis quedaron zanjadas en la práctica. La convergencia inicial en Indonesia se repitió en China hasta que la sustitución de un liderazgo reformista (Sut Yatsen) por otro conservador (Chiang Kai shek) derivó en una brutal persecución contra la izquierda. Ese viraje ilustró cómo el nacionalismo burgués puede tornarse reaccionario cuando avizora el peligro de un desborde anticapitalista de sus aliados rojos.


Estas primeras mutaciones en los tiempos de Lenin anticiparon secuencias muy semejantes a lo largo del siglo XX. Los episodios de radicalización y aproximación socialista del nacionalismo coexistieron con episodios opuestos. El perfil definitivo de cada nacionalismo quedó muy definido por esas conductas. Hubo tanto casos de reafirmación del nacionalismo revolucionario, burgués o reaccionario, como ejemplos de mutaciones hacia las variantes complementarias.


Lenin aportó una clasificación inicial para orientar alianzas con esos controvertidos socios. Lejos de establecer un patrón fijo para los frentes que auspiciaba, subrayó esa dinámica cambiante. Incentivó la audacia para conformar acuerdos y propició la cautela para evaluar su recorrido. Para Lenin, el antiimperialismo no era un fin en sí mismo, sino tan solo un eslabón para desenvolver la batalla contra el capitalismo. Con esa mirada aportó una guía general para caracterizar al nacionalismo.


LA VERTIENTE REACCIONARIA


La clasificación de Lenin tuvo una importante verificación en América Latina durante el siglo XX. El nacionalismo precisó su perfil en estrecha conexión con dos rasgos singulares de la región: el predominio del imperialismo estadounidense y la mixtura de la autonomía política con la dependencia económica.


La preeminencia de la primera potencia se tornó indiscutible luego del desplazamiento de los rivales europeos y la consagración de la Doctrina Monroe como un principio ordenador de la zona. Estados Unidos consumó incontables intervenciones en el Caribe y Centroamérica e impuso su predominio económico sobre el resto del continente.


Esa dominación se consumó sin alterar la soberanía formal que los principales países conquistaron en el siglo XIX. Ese logro diferenció a la región del grueso de Asia y África, que se emanciparon tardíamente del colonialismo. También distanció a la zona de las naciones de Europa Oriental que forjaron Estados independientes con gran retraso histórico. Pero esa independencia de Latinoamérica nunca se tradujo en soberanía efectiva y desarrollo económico endógeno. Prevaleció una sujeción financiera, productiva y comercial que frustró ese despegue.


Las oligarquías exportadoras comandaron un bloque de clases dominantes que convalidó el padrinazgo estadounidense. Esa alianza manejó la estructura autónoma de los Estados para reforzar el enriquecimiento de una minoría a espaldas del resto de la sociedad. El nacionalismo reaccionario consolidó esa inequidad. Aumentó su presencia con guerras interregionales y con campañas chauvinistas contra los inmigrantes, los pueblos originarios y la población afroamericana.


En América Latina nunca despuntó el nacionalismo imperial imperante en las metrópolis. Pero se verificaron muchas variantes oligárquicas en las coyunturas de conflagración fronteriza. Esa irradiación reaccionaria se verificó en Argentina y Brasil durante la guerra Triple Alianza contra Paraguay (1864-1870), en el choque del Pacífico entre Chile y Bolivia-Perú (1879-1884) o en la sangría del Chaco, que opuso a Bolivia con Paraguay (1933-1935). Gran Bretaña y Estados Unidos alimentaron esas luchas intestinas para su propio beneficio (Guerra Vilaboy, 2006: 138-165).


El nacionalismo reaccionario en la periferia adoptó modalidades semejantes a sus pares del centro. Propició el mismo objetivo de comprometer a las masas en confrontaciones ajenas a sus intereses. Incentivó la recreación de los viejos mitos de superioridad de una nación sobre otra que las clases dominantes utilizaron para contener el descontento popular y cooptar a los nuevos sectores de la ciudadanía que se incorporaban a la vida política (Anderson. P, 2002). 


Esas similitudes no alteraron las diferencias del chauvinismo de la periferia con sus equivalentes del centro. Solo el nacionalismo imperial apuntaló la disputa por los principales mercados y consagró la supremacía de una potencia sobre otra. Sus pares de menor porte rivalizaron por pequeñas tajadas y mantuvieron una estricta subordinación a las potencias dominantes.


Un escenario del mismo tipo despuntó con el fascismo a mitad del siglo XX. En todos los países de América Latina irrumpieron intentos de copia de Hitler, Mussolini y Franco con verborragias y estilos muy parecidos, pero en ningún lugar se consumaron conflictos bélicos equivalentes a las guerras mundiales. Tampoco prevalecieron en esa época los asesinatos masivos en nombre de la superioridad racial-biológica. 


No estuvo en juego en la región la recuperación de espacios geopolíticos arrebatados por los rivales, y no se impuso el espíritu de venganza o la movilización del resentimiento de una población desesperada. El objetivo fascista de contener la amenaza de una revolución socialista afloró en América Latina con cierta posterioridad y durante la Guerra Fría. Se multiplicaron las dictaduras represivas, pero con formatos distintos al modelo totalitario del fascismo.


Las clases dominantes recurrieron a esas tiranías para lidiar con el desafío popular, situando a las fuerzas armadas en un lugar protagónico de la gestión del Estado. Ese tipo de gobiernos facilitó la contrarrevolución y coexistió en ciertos casos con disfraces de constitucionalismo.


El nacionalismo militar de esa época adoptó un perfil anticomunista, siguiendo el libreto que Estados Unidos exportó a todo el bloque occidental. La mentada "defensa de la patria"no fue una concepción local enraizada en cierta identidad específica, sino una mera adaptación a la apología del capitalismo que propagaba el Departamento de Estado. 

La inconsistencia del patriotismo de las dictaduras latinoamericanas siempre radicó en su descarada subordinación a los Estados Unidos. Toda la retórica de exaltación a la nación chocó con ese sometimiento y esa duplicidad afectó también al sustento eclesiástico del nacionalismo conservador. Las cúpulas del clero combinaron sus mensajes tradicionalistas con una burda defensa de los valores de Occidente. 


LA VARIANTE BURGUESA 


La segunda vertiente de nacionalismo democrático-burgués evaluada por Lenin tuvo una incidencia más significativa en América Latina. Despuntó como una variante típica de los capitalistas locales para promover la industrialización en tensión con las oligarquías agromineras volcadas a la exportación. 


Esa burguesía nacional aspiró a desplazar del poder a sus adversarios de los grandes bancos y empresas extranjeras e intentó capturar los recursos tradicionalmente acaparados por esos segmentos. Recurrió a distintos mecanismos de intervención estatal para canalizar la renta generada en los sectores primarios hacia la inversión fabril.


Ese proyecto se afianzó en la segunda mitad del siglo XX y alcanzó gran incidencia en los países de mayor porte. En el resto de la región despuntó en sectores específicos sin llegar a consumar procesos efectivos de industrialización. En la mayoría de los casos recurrió a la intermediación de militares o burócratas con escasa relevancia del sistema constitucional. Desarrolló un nacionalismo muy amoldado a esos perfiles.  


Sus teóricos ensalzaron a la nación como un ámbito natural de articulación de la población. Promovieron principios de unidad para realzar la pertenencia común de los ciudadanos a un territorio, una lengua y una tradición compartida. Con esa ideología expusieron las conveniencias específicas de las clases capitalistas locales como un interés general de toda la población. 


Ese abordaje les permitió presentar las políticas económicas industrialistas de la época como un logro general de la comunidad, ocultando que perpetuaban la explotación y favorecían el empoderamiento de las nuevas elites modernizadoras. Realzaron la prioridad de los valores de la nación sobre la lucha social para consolidar su control del Estado y suscitar la obediencia o adhesión de los oprimidos.


Los dos principales exponentes de esta vertiente fueron el peronismo en Argentina y el vargismo en Brasil. La primera corriente introdujo grandes conquistas sociales, sostenidas en los sindicatos y en la movilización popular en un contexto de llamativa tensión con Estados Unidos.


Por la intensidad de los conflictos sociales, internos y geopolíticos, la propia élite industrialista junto al grueso del ejército y la iglesia terminaron en la vereda opuesta de ese proyecto. En los momentos decisivos de la disputa, la jefatura del peronismo rehuyó la confrontación, marginó a su ala jacobina y concilió con el estatus quo. Todos los diagnósticos generales expuestos por Lenin sobre el nacionalismo democrático burgués fueron corroborados por el peronismo.


En Brasil, Getulio Vargas debutó con un perfil más conservador con mayores compromisos con la oligarquía y un gran alineamiento con Estados Unidos, pero auspició al mismo tiempo un sostenido debut de la industrialización alentada por los capitalistas locales. Cuando esbozó cierta defensa de los trabajadores y un acercamiento al modelo de Perón, los grupos dominantes forzaron su desplazamiento. También en este caso se corroboraron los vaivenes anticipados por Lenin. 


LA CORRIENTE REVOLUCIONARIA


El nacionalismo revolucionario tuvo un enorme desarrollo en América Latina y confirmó la relación con el socialismo que había intuido el líder bolchevique. Promovió acciones antiimperialistas en varias circunstancias del siglo XX con numerosos actos de resistencia al despojo perpetrado por el opresor imperial (Vitale, 1992: cap. 6, 10).


Esta corriente compartió con el nacionalismo burgués la oposición a los regímenes oligárquicos, pero fomentó el protagonismo popular. Adoptó un cariz jacobino y en contrapunto con sus pares del nacionalismo convencional, avaló el empalme de las luchas nacionales y sociales. En algunos países conformó una fuerza autónoma y en otros emergió en conflictiva convivencia con el nacionalismo burgués.


En Nicaragua se registró una de sus primeras epopeyas cuando las tropas norteamericanas ocuparon el país en 1926 y el general liberal Sandino forjó un ejército popular de resistencia. Al final fue traicionado y asesinado en el debut de las tropelías del somocismo.


La gesta de Sandino tuvo un impacto inmediato en El Salvador bajo la conducción de Farabundo Martí, un combatiente de Nicaragua que lideró la primera revolución explícitamente socialista de la región. Ese intento de gobierno obrero-campesino emuló en varias localidades el modelo de los soviets, pero fue sangrientamente doblegado. Legó un gran antecedente de convergencia del comunismo con tradiciones antiimperialistas.


Esa herencia pesó en la revolución guatemalteca de 1944 que combinó la acción militar del capitán Arbenz con la gestión reformista de Arévalo en un gobierno favorable a la mayoría indígena y a la redistribución de la propiedad agraria. El bloqueo imperial, la traición del generalato conservador y la intervención armada de mercenarios de la CIA sofocó esa radicalización del proceso nacionalista.


También la gesta de Torrijos en Panamá que desembocó en la recuperación soberana del Canal en 1977 formó parte de los hitos antiimperialistas de Centroamérica. Estados Unidos incumplió lo pactado, se autoasignó el derecho de intervención y lanzó a sus marines sobre el estratégico istmo en 1989.


Una dinámica de radicalidad nacionalista semejante se verificó en las Antillas que Estados Unidos siempre trató como una extensión de su propio territorio luego de sustituir al decaído imperio español. La resistencia contra ambas potencias (y sus equivalentes de Francia, Holanda e Inglaterra) determinó la tónica de numerosas rebeliones (Soler Ricaurte; 1980: 217-232).


Esa impronta presentó la lucha del independentismo de Puerto Rico en las protestas callejeras y en la lucha armada de la primera mitad del siglo XX. Más contundente fue ese proceso en la República Dominicana cuando la demanda de retorno del líder Bosch (1965) derivó en una invasión estadounidense y en una heroica resistencia bajo la conducción del coronel Caamaño. 


El protagonismo de sectores militares en el nacionalismo revolucionario se corroboró también en Sudamérica a partir de la sublevación del tenentismo brasileño en 1922. Los jóvenes oficiales que pretendían reformas democráticas ensayaron primero un golpe luego una rebelión y finalmente protagonizaron la larga marcha de la columna Prestes. No lograron el soporte masivo que esperaban, pero convergieron en forma explícita con el proyecto político del comunismo.


Durante el grueso del siglo XX Sudamérica estuvo sacudida por intensas luchas populares como el Bogotazo de Colombia (1948) que inauguraron enfrentamientos armados, signados por la confluencia de fuerzas liberal-nacionalistas con el comunismo. En menor escala esa misma convergencia se verificó en Venezuela, creando el precedente del principal proceso antiimperialista del siglo XXI.


Pero la mayor revolución de la centuria pasada se localizó en Bolivia (1952) bajo el comando de las milicias armadas de los mineros que forzaron la rendición del alto mando militar. Ese triunfo abrió el proceso radical del MNR (Paz Estenssoro-Siles Suazo), que introdujo beneficios sociales, eliminó el voto calificado e inició una gran reforma agraria. La contención inicial de esa transformación desde la propia cúspide del Estado (1956) derivó en la reversión consumada por el golpe derechista que orquestó la embajada estadounidense (1964). 


La centralidad del proletariado minero en esa revolución repitió aspectos clásicos del bolchevismo, tan inéditos en Sudamérica como la derrota y disolución del ejército. En ese caso, la convergencia de la izquierda con el nacionalismo radical fue muy traumática y quedó neutralizada por el viraje conservador de esa última fuerza.


Al poco tiempo se verificó en Perú un proceso clásico de nacionalismo radical militar liderado por Velasco Alvarado (1968). Ese gobernante inició una importante reforma agraria, complementada con la nacionalización de los servicios públicos esenciales. Su reemplazante (Morales Bermúdez) comandó posteriormente una reacción de sectores conservadores que neutralizaron esos logros hasta el retorno del viejo presidencialismo derechista (Belaunde Terry en 1980). Los límites del nacionalismo radical para profundizar los procesos transformadores volvieron a irrumpir en este caso. Las ocasionales simpatías por la izquierda no alcanzaron para inducir un curso anticapitalista de reformas sociales y proyectos antiimperialistas.


La significativa presencia de militares en el nacionalismo revolucionario de la región constituyó un dato tan relevante como la sintonía general de esa corriente con los proyectos socialistas. Esa afinidad con la izquierda determinó en ciertos casos el distanciamiento de esa corriente del nacionalismo clásico (por ejemplo, Ortega Peña y J.W Cooke en el peronismo). 


Lo ocurrido en México fue también clarificador de la dinámica general de esos sectores. El cardenismo compartió con el nacionalismo burgués la oposición a los regímenes oligárquicos, pero continuando la enorme transformación inaugurada por la monumental insurrección campesina de 1910. 


Esa revolución se desenvolvió en sucesivas etapas que incluyeron la radicalización cardenista. Ese gobierno (1934-40) profundizó la reforma agraria, amplió las mejoras sociales, nacionalizó el petróleo y desenvolvió una política exterior muy autónoma del dominador estadounidense. Tomó partido por la España republicana e impulso una educación popular con explícitos contornos socialistas. Aunque mantuvo algunos perfiles del nacionalismo clásico, el cardenismo consolidó fuertes vínculos con la vertiente revolucionaria.


Finalmente, Cuba aportó el ejemplo de convergencia plena del nacionalismo revolucionario con el socialismo. Corporizó como ningún otro caso el empalme avizorado por Lenin. Esa materialización se explica en parte por la radicalización que presentaron las luchas en una isla que desde el fin del siglo XIX localizó batallas simultáneas contra el colonialismo español y el imperialismo estadounidense. 


En la insurgencia posterior contra las dictaduras militares se consolidó el ala revolucionaria que transformó el triunfo contra Batista (1960) en la primera gestación latinoamericana de un proceso socialista. Bajo la dirección de Fidel, el movimiento 26 de Julio reconstituyó el Partido Comunista e introdujo medidas de nacionalización que abrió un rumbo anticapitalista.

 

LA RECEPCIÓN DEL ANTIIMPERIALISMO


El debate sobre el nacionalismo fue el tema central del marxismo durante todo el siglo XX. La caracterización aportada por Lenin no fue asimilada de entrada por sus partidarios en la región. Fue una tesis concebida para Asia que omitió las especificidades de América Latina. Esta región estuvo ausente en las deliberaciones de los primeros Congresos de la Internacional Comunista. Allí se conectó el antiimperialismo con el escenario de Oriente y se dejó al resto de la periferia en un marco de cierta indefinición.


Esa vaguedad fue muy significativa para el caso latinoamericano, puesto que muchas miradas de la época asignaban a la región un lugar pasivo en los pronósticos de inminente debut del socialismo. De la misma manera que la revolución rusa era vista como un peldaño de la revolución europea centrada en Alemania, la lucha popular en América Latina era concebida como un soporte de la transformación socialista liderada por Estados Unidos. La inexistencia de un proletariado industrial significativo en el Sur del hemisferio en contraste con la enorme gravitación de ese segmento en el Norteabonaba esa impresión de centralidad estadounidense en el devenir socialista (Caballero, 1987). 


Esa mirada era en los hechos más afín al enfoque unilineal del primer Marx que a la visión multilineal que maduró el autor de El capital en su descubrimiento del rol activo de la periferia en la batalla contra el capitalismo (Katz, 2018: 7-20). Era un enfoque más congruente con el conservadurismo de la socialdemocracia que con la impronta revolucionaria del comunismo impulsado por la Unión Soviética. Esos vestigios de concepciones preleninistas dentro de la propia Internacional Comunista explican también la escasa relevancia asignada a la revolución mexicana y a los levantamientos antiimperialistas de Centroamérica en las primeras deliberaciones de ese organismo.


La reducida consideración que tenía América Latina en las evaluaciones de los seguidores de Lenin, contrastaba con el enorme impacto que tuvo el bolchevismo en el Nuevo Mundo. Esta recepción sintonizó con el generalizado entusiasmo por la revolución y la expectativa de reproducirla como una copia en el distante escenario latinoamericano. La incapacidad para evaluar las especificidades de la región se mantuvo en los Congresos de la Internacional que sucedieron al fallecimiento de Lenin (1924-1928) antes de la disolución de ese organismo (1935).


La desatención por las peculiaridades de la región no fue evaluada como un defecto, se la observó más bien como una corroboración de la dinámica uniforme del proceso revolucionario mundial. Esa óptica prevaleció en el enfoque oficial que expuso Codovilla en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana de 1929. 


El dirigente argentino estrechamente conectado al Kremlin objetó el intento de Mariátegui de esbozar un ensayo específico sobre la realidad peruana. La crítica a ese abordaje subrayó la existencia de una sola realidad mundial tan solo fragmentada entre países centrales y periféricos. América Latina fue situada en el último bloque con genéricos señalamientos de similitudes con otras regiones coloniales o semicoloniales.


En esos años prevaleció también en la Internacional Comunista el denominado "tercer período" de políticas de "clase contra clase". Igualaban a todos los adversarios en un mismo casillero de enemigos, en frontal contraposición a la especificidad estratégica y a la flexibilidad táctica que auspiciaba Lenin. Se diagnosticaba la agonía del capitalismo, la exacerbación de las guerras interimperialistas, la agudización de la explotación colonial y la consiguiente inminencia de procesos revolucionarios, sin ninguna necesidad de alianzas antiimperialistas.


Con esa mirada la socialdemocracia era tildada en los centros de "social-fascista" y en la periferia, las corrientes nacionalistas eran descalificadas con el mote de "nacional-fascistas". La burguesía nacional era vista como un sujeto dependiente del capital extranjero, tan enemiga de la clase obrera como de sus socios foráneos.


Esa combinación de catastrofismo económico, sectarismo social y miopía política asfixiaba cualquier intento de comprender el nacionalismo latinoamericano. Sepultaba por completo las distinciones introducidas por Lenin para desenvolver dinámicas socialistas en la periferia. 


Ese abordaje tuvo dos consecuencias negativas. Por un lado, acentuó la hostilidad previa de muchas organizaciones latinoamericanas de izquierda hacia todo el nacionalismo. Por otra parte, indujo a formulaciones artificiales y repetitivas de la cuestión nacional. Se promovió, por ejemplo, el derecho a forjar una República Quechua o Aymará en Perú (contra la opinión de Mariátegui) con argumentos que reproducían el esquema de las naciones oprimidas de Europa Oriental.


MELLA Y MARIATEGUI


En esa etapa de surgimiento del marxismo en América Latina emergieron dos figuras muy afines al enfoque de Lenin sobre el nacionalismo: Mella y Mariátegui. El primero fundó el partido comunista de Cuba y corporizó una breve y legendaria vida signada acciones heroicas. Fue rebelde dentro de PC, simpatizó con Trotsky y retomó la experiencia de Sandino.


Mella se inspiró en los escritos de Martí; recogió las enseñanzas de la guerra anticolonial de Cuba y, siguiendo las figuras populares de esa batalla (Máximo Gómez y Antonio Maceo), actualizó el empalme de las luchas nacionales y sociales. En la búsqueda de esa convergencia, retomó la distinción establecida por Lenin entre vertientes radicales y conservadoras del nacionalismo.


La síntesis que auspiciaba contrastó con la sectaria promoción de una mera confrontación de “clase contra clase”. Recuperó el concepto de Patria como un eslabón de la lucha por el socialismo y anticipó el redescubrimiento antiimperialista de los textos de Marx sobre Irlanda (Guanche, 2009).


Mella mantuvo una intensa polémica con el antiimperialismo genérico que promovía el líder del APRA peruano Haya de la Torre, y también objetó su estrategia de forjar un modelo regional capitalista en estrecha conexión con la burguesía nacional. Alertó contra las negativas consecuencias de reproducir en América Latina, la alianza concertada en China con los capitalistas locales (Koumintag) que terminó en una traición con dramáticos efectos para los comunistas.


Siguiendo las sugerencias de Lenin, destacó la validez del frente único con los nacionalistas revolucionarios que no obstruían la acción autónoma de izquierda (Mella, 2007). Esa política cimentó la experiencia posterior de los revolucionarios cubanos, que forjó un camino radical de empalme con el socialismo.


Una estrategia del mismo tipo concibió Mariátegui para el Perú luego de fundar el Partido Socialista y la central obrera de ese país. Desarrolló su concepción en la polémica con el oficialismo comunista que rechazaba el reconocimiento de las especificidades nacionales de la América Latina y diluía esas peculiaridades en el indistinto status de situaciones semicoloniales (Pericas, 2012). 


Mariátegui objetó la mirada eurocentrista que propiciaba la copia del modelo bolchevique y trabajó en la elaboración de programas afines a las tradiciones nacionales. Resaltó la importancia de la cuestión agraria, indígena y nacional de América Latina y rechazó el esquematismo imperante en la izquierda (Lowy, 2006). Propició un marxismo flexible que recogía las tradiciones indoamericanas para articular un proyecto efectivo de emancipación.

El debate que desenvolvió con el APRA sobre el antiimperialismo marcó un hito para el pensamiento social latinoamericano. En frontal contrapunto con Haya que postulaba el antiimperialismo como objetivo final (“somos de izquierda porque somos antiimperialistas”) presentó esa meta como un paso hacia el horizonte anticapitalista (“somos antiimperialistas porque somos socialistas”) (Bruckmann, 2009).


Con ese enfoque rechazó la idea de promover al antiimperialismo "como a un movimiento que se basta a sí mismo” y cuestionó la disolución de las fuerzas que batallaban en común por la liberación nacional en una organización uniforme. Defendió la autonomía de los comunistas y fue particularmente crítico con la idealización aprista de la burguesía nacional.


Mariátegui subrayó el desinterés de ese sector por la conquista de la "segunda independencia", recordó su divorcio de las masas populares y su afinidad con el imperialismo estadounidense. Señaló que en algunos casos ese sector adopta posturas autónomas (Argentina) en otros pacta con el dominador del Norte (México) y a veces refuerza su sometimiento a los mandatos foráneos (Perú) (Mariátegui, 2007).


La singular gestación de un marxismo latinoamericano que iniciaron Mella y Mariátegui en contraposición simultánea a la negación y al ensalzamiento del nacionalismo fue cuestionada durante el siglo XX. Algunos críticos objetaron su "abstracto clasismo" y su consiguiente subestimación del papel de la burguesía nacional (Godio, 1983: 116-132). Pero esa objeción desconoció que ambos pensadores advirtieron contra el peligro de renunciar al proyecto socialista para apuntalar un programa de frustrada prosperidad capitalista en la región. 


Otros críticos cuestionaron el "verbalismo abstracto"de Mella y lo interpretaron como un anticipo de los desaciertos de la "izquierda cipaya", que ignora la condición oprimida de América Latina (Ramos, 1973: 96-129). Pero ubicaron mal el problema, omitiendo que ese desatino afectó más el aprista Haya de la Torre, que a los precursores del marxismo regional. Lejos de ignorar la centralidad de las batallas nacionales de América Latina, Mella y Mariátegui, promovieron la misma convergencia de esa lucha con el proyecto socialista auspiciado por Lenin.


DESORIENTACIÓN Y REPLANTEOS


Durante la gestación del marxismo en América Latina, la distinción entre nacionalismo burgués y revolucionario fue asimilada por Mella y Mariátegui en polémica con la impugnación de ambas variantes que fomentaba el oficialismo comunista. Pero ese escenario cambió radicalmente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial luego del fallido compromiso de Hitler con Stalin que derivó en la invasión alemana a la Unión Soviética. 


La defensa de la URSS se transformó en la prioridad de todos los partidos comunistas del mundo y determinó la postura de esas organizaciones frente a gobiernos afines a los aliados o al eje. El elogio a los primeros y el rechazo a los segundos influyó en la actitud de las organizaciones mayoritarias de la izquierda frente al nacionalismo imperante en cada país. Si en la preguerra estas últimas corrientes eran igualmente condenadas por su obstrucción a la lucha de clases, a partir de 1941 fueron aprobadas o rechazadas según su alineamiento con el bando ponderado en la disputa internacional.


Ciertamente la defensa de la URSS era un criterio válido para definir el posicionamiento comunista en la coyuntura de cada país, pero la adopción extrema y unilateral de esa postura condujo a numerosos despropósitos. La primera exageración fue visible en los partidos influidos por el PC de Estados Unidos, que bajo la dirección de Browder auspiciaron la subordinación a Roosevelt. Esa actitud indujo a sus pares de América Latina a retacear la resistencia contra el imperialismo norteamericano que era elogiado como un gran aliado de Stalin contra Hitler.


Esta orientación condujo también al abandono de las huelgas que afectaban a las empresas del Norte. La denuncia del despojo consumado por el opresor yanqui fue sustituida por la reivindicación de su "buena vecindad" a fin de consolidar frentes antifascistas con fuerzas afines al Departamento de Estado. Ese idilio se prolongó hasta la derrota del eje y el inicio de la Guerra Fría de Washington contra Moscú (1947) (Claudín, 1978: cap. 4).


En los países en que esa convergencia con el enemigo imperialista coincidía con la presencia de gobiernos alineados contra el Eje (como México), no hubo mayores tensiones. Pero en los lugares donde esa adscripción era difusa (Brasil) o estaba ausente (Argentina) se generalizó la equivocada caracterización de Vargas o Perón como fascistas. En otros países, la sintonía con Estados Unidos condujo a integrar gobiernos derechistas (Cuba) o a forjar alianzas con el conservadurismo contra el nacionalismo (Perú).


Esa política no fue unánime en todas las organizaciones comunistas, ni implicó una simple subordinación de esos partidos a Moscú, pero generó adversidades coyunturales o daños irreparables en el largo plazo. Los críticos de esa estrategia postularon combinar la defensa internacional de la URSS en bloques antifascistas con la preservación de la resistencia antiimperialista contra el enemigo imperial estadounidense (Giudici, 2007). 


Esta segunda postura fue motorizada por los pensadores afines a la consideración de la problemática específica de la región que inauguraron Mella y Mariátegui (Kohan, 2000: 113-171). Sus promotores registraban que la raigambre popular y progresista de muchos nacionalismos convivía con una postura internacional ambigua de esas corrientes.


En la segunda mitad del siglo XX se consolidó otro giro de los Partidos Comunistas hacia la conformación de frente comunes con la burguesía nacional. Propiciaban generar un escenario favorable al desarrollo de un capitalismo progresista y anticipatorio del socialismo. Difundieron una teoría de la revolución por etapas que convocaba a favorecer la expansión burguesa para apuntalar la maduración de las fuerzas productivas y el posterior salto hacia el socialismo. 


Esa estrategia volvió a desconocer la diferenciación propuesta por Lenin entre nacionalismo burgués y radical para subrayar en este caso las virtudes transformadoras de la primera vertiente. Esos méritos tornaban prescindible cualquier diferenciación con la segunda corriente. Con esas alabanzas se justificaron acuerdos con los exponentes del establishment que empujaron al olvido el ideal socialista. La revolución cubana quebrantó ese conservadurismo y recompuso el barómetro de Lenin en la evaluación del nacionalismo latinoamericano.


CONTINUIDADES ULTRADERECHISTAS


La distinción entre tres variantes del nacionalismo persiste como un legado de Lenin para la estrategia socialista del siglo XXI. Entre los marxistas ha sido muy frecuente la esquematización de esa diferencia destacando los pilares clasistas de cada variante. El nacionalismo reaccionario fue asimilado con la oligarquía, el nacionalismo burgués con la burguesía nacional y el nacionalismo radical con la pequeño-burguesía. 


Esa clasificación meramente sociológica simplifica un fenómeno político que no se esclarece tan solo registrando cuáles son los intereses sociales subyacentes en juego. Pero ese señalamiento es útil como punto de partida para evaluar el perfil de cada vertiente.


La ultraderecha actual defiende los intereses de los sectores más concentrados del capital. En cada país expresa una articulación específica de esas conveniencias y tiende a representar diversos segmentos del capital financiero, agrario o industrial. Al igual que la oligarquía del pasado defiende el estatus quo y los negocios de la elite del capitalismo. Apuntala a los privilegiados, canalizando el descontento general contra los sectores más desamparados de la sociedad. Con actitudes disruptivas, disfraces de rebeldía y poses contestarias pretende aplastar a las organizaciones populares. (Urban, 2024: 24-80)


América Latina busca anular las conquistas obtenidas durante el ciclo progresista de la década pasada y despliega una explícita venganza contra ese proceso para frustrar su repetición. Recurre al punitivismo frente a cualquier delito de los pobres, eximiendo a los ladrones de guante blanco. Su estrategia económica combina el giro keynesiano hacia la regulación estatal, con políticas neoliberales de reforzamiento de las privatizaciones, las exenciones impositivas y la desregulación laboral. Apuntala el abandono del industrialismo desarrollista y sin asumir un perfil fascista, encarna un nítido giro hacia el autoritarismo reaccionario. Pretende neutralizar todos los aspectos democráticos de los sistemas constitucionales actuales.


La ultraderecha contemporánea retoma muchos aspectos de sus antecesores en el plano ideológico (Sassoon, 2021). Intenta resucitar el viejo nacionalismo nativista con su tradicional carga de resentimientos contra el extranjero para enaltecer el pasado y endiosar la identidad nacional. Exalta el "Día de la Raza" para repudiar el despertar de los pueblos originarios de América Latina y reivindica las dictaduras del Cono Sur. Comparte el tipo de resurgimiento nacionalista que sucedió a caída de la URSS y al agotamiento más reciente de la globalización neoliberal. 


Pero la variedad reaccionaria de nacionalismo que retoma en América Latina continúa apagada porque perdió el prestigio del pasado y carece de cimientos desarrollistas. Al igual que en otras regiones, reflota los mitos del pasado. No puede recurrir a la nostalgia del dominio global que imaginan sus pares de Estados Unidos, ni a las reminiscencias del pasado victoriano, que destacan sus colegas británicos. Su margen de acción está muy acotado por el achicamiento del poder militar autónomo interno. 


Sus voceros refuerzan el viejo anticomunismo en incansables campañas contra el marxismo, detectando irradiaciones de ese mal en todos los costados de la sociedad. De esa forma acentúan el sometimiento a los mandatos de Estados Unidos. Tienden a sustituir las guerras fronterizas por el simple acompañamiento a las prioridades geopolíticas de Washington.


Esa ultraderecha avanza en la región al mismo ritmo que sus pares en el mundo, pero afrontando importantes derrotas. Fracasó su golpe en Bolivia y la consiguiente secesión de Santa Cruz. También falló su asonada en Brasil y el intento de doblegar al progresismo en México. En Venezuela juegan una partida decisiva reavivando las conspiraciones y en Argentina el resultado final de su embestida sigue pendiente. La batalla contra ese enemigo es la prioridad de la izquierda.


REFORMULACIÓN PROGRESISTA


El progresismo es la modalidad contemporánea del nacionalismo conservador y de la vertiente democrático-burguesa que avizoró Lenin. Esa continuidad está oscurecida por la fisonomía socialdemócrata que presenta esa corriente y por sus discursos alejados del nacionalismo clásico. Exhibe un perfil de centroizquierda más semejante a otros pares del planeta que a las típicas tradiciones latinoamericanas.


Estas diferencias de forma no alteran la equivalencia conceptual del ecléctico progresismo actual con sus antecesores del nacionalismo burgués. En ambos casos han expresado los intereses de los sectores capitalistas locales, que intentan políticas de mayor autonomía del mandante estadounidense, convalidan mejoras sociales y chocan con la elite conservadora que controla los Estados.


Sus políticas económicas industrialistas del pasado se reciclan con el formato neodesarrollista actual. El limitado distanciamiento con el liberalismo reaparece en las posturas frente al neoliberalismo contemporáneo. Los viejos compromisos con la gran propiedad agraria se reciclan mediante la convalidación actual del extractivismo (Toussaint; Gaudichaud, 2024). Las industrias nacionales que pusieron en pie con proteccionismo y sustitución de importaciones son retomadas con estrategias más cautelosas.


El nacionalismo burgués del pasado estuvo frecuentemente timoneado por las Fuerzas Armadas que ocuparon un rol determinante en los procesos de industrialización y en los choques con los adversarios conservadores. Ese sujeto cambió en forma significativa en la era actual de regímenes constitucionales que el progresismo asume como un sistema político propio, ideal e inalterable. El viejo rol protagónico del ejército ha quedado sustituido por un cuerpo de funcionarios especializados al comando de las principales áreas del Estado. Esa élite es vista como el principal instrumento transformador de la realidad latinoamericana.


El progresismo actual también comparte con su antecesor la reivindicación de la nación como el principal referente de su actividad. Pero a diferencia del pasado, ese ámbito está ligado a un proyecto latinoamericano, en concordancia con la regionalización que impera en otras zonas del planeta. 


Los proyectos progresistas desbordan el marco fronterizo y la construcción de la CELAC o UNASUR presenta una novedosa centralidad estratégica en comparación con las viejas políticas exclusivamente centradas en el ámbito nacional. El propio alcance de la nación ha sido revalorizado junto a estos cambios, incorporando cierto reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios.


Las formas de conexión del progresismo con sus precursores directos son muy variadas. En algunos casos presenta ligazones visibles (el kirchnerismo con el peronismo, Morena con el Cardenismo) y en otras más ambiguas (Lula con Vargas, Boric con Frei, Castillo con el APRA). Pero en todos los casos, se verifican nexos con referentes históricos afines al proyecto de desarrollo nacional burgués.


Al igual que su precedente, el progresismo ha transitado por períodos diferenciados. En la actualidad protagoniza un ciclo más extendido y fragmentado que el anterior y sin contar con los contundentes liderazgos de la década pasada, enarbola planteos más moderados. También afronta la oscilación de coyunturas muy cambiantes. En el 2008 predominaba en toda la región y en el 2019 se encontraba a la defensiva frente a la restauración conservadora. A comienzos del 2023, volvió a recuperar primacía y actualmente confrontan con una gran contraofensiva ultraderechista. 


Tres gobiernos progresistas conservan un gran sostén popular: Petro en Colombia con su prioridad de la paz y ciertas reformas sociales; Lula en Brasil con un tibio desahogo económico y la esperanza de impedir un retorno de Bolsonaro; López Obrador y su sucesora Claudia Sheinbaum que propinaron una paliza electoral a la derecha en un contexto de mejora del nivel de vida popular y creciente repolitización.


La contraparte de esas expectativas son tres casos de frustración. La gestión caótica e impotente del derrocado Castillo en Perú. El desengaño con Boric, que convalida el tiránico manejo del poder militar, el control de la economía por parte de una elite de millonarios y la clausura de la dinámica constituyente. En Argentina, el monumental fracaso de Fernández abrió el camino para la llegada de Milei.

 

Como ocurrió con el antecesor nacionalista, el progresismo actual incluye un sector que promueve políticas exteriores más autónomas de Estados Unidos (Petro, Lula, AMLO) frente a otra vertiente que acepta la subordinación al Departamento de Estado (Boric). También en este terreno las vacilaciones de la centroizquierda potencian a ofensiva de la ultraderecha. 


RADICALIDAD CONTEMPORÁNEA 


Los cuatro gobiernos que conforman actualmente el eje de gobiernos radicales (Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba) padecen el acoso sistemático del imperialismo norteamericano. Esa hostilidad los conecta con sus antecesores del nacionalismo revolucionario. La confrontación con el agresor estadounidense persiste como el principal condicionante de esos procesos.


Los lideres de la vertiente histórica Sandino, Prestes, Velazco Alvarado, J.J. Torres, Torrijos fueron tan difamados y diabolizados por Estados Unidos, como Chávez, Maduro o Evo. Esa animosidad proviene de la consecuencia antiimperialista de esa tradición y su tendencia a converger con proyectos socialistas. La revolución cubana sintetizó un empalme que en el siglo XXI recobró fuerzas con el proceso bolivariano y el proyecto del ALBA.  


Una innovación del nacionalismo revolucionario actual ha sido su apertura hacia el movimiento de indígenas y negros con la consiguiente integración de la opresión étnica y racial a la problemática de la dominación nacional. La conformación del Estado Plurinacional en Bolivia ha sido uno de los principales logros de esa ampliación de horizontes del nacionalismo radical. 


Pero el período actual también ha confirmado el carácter mutable de esa vertiente. Como ya ocurrió en el pasado, incluye componentes próximos o lindantes con el progresismo convencional (equivalente al nacionalismo burgués del pasado). También se verifican tendencias al giro autoritario que signó el declive y la involución del nacionalismo árabe (Hussein, Gadafi, Al Assad).


El futuro de este espacio se dirime actualmente en Venezuela. Allí se procesa una disputa entre la renovación del proceso bolivariano y su erradicación a manos de la derecha. El último episodio de este prolongado conflicto fueron las elecciones. Los opositores volvieron a presentarlas como un fraude, repitiendo la evaluación que hicieron frente a otros resultados desfavorables. Esos comicios fueron convocados al cabo de trabajosas negociaciones y compromisos, que fueron ignorados por la oposición ante la potencial adversidad de los cómputos. 


Venezuela continúa sufriendo la hostilidad de la prensa hegemónica internacional que apuntala todos los intentos de golpismo. Ese acecho obedece a las cuantiosas reservas de petróleo que detenta el país. El imperialismo estadounidense continúa embarcado en múltiples intentos por recuperar el control de esos yacimientos y ha buscado repetir en Venezuela, lo que hizo en Irak o Libia. Si Chávez hubiera terminado como Sadam Hussein o Gadafi, nadie mencionaría lo que actualmente sucede en una perdida nación de Sudamérica. Cuando logran su cometido de tumbar a un presidente diabolizado, los voceros de la Casa Blanca se olvidan de la nación acosada. Nadie sabe hoy quién es el presidente de Irak o Libia.


Tampoco se habla del sistema electoral de Arabia Saudita. Como Estados Unidos no puede presentar a los jeques de esa península como adalides de la democracia, simplemente silencia el tema. Los mandantes yanquis han concertado con la derecha un compromiso de privatización de PDEVESA y observan con gran preocupación el eventual ingreso de Venezuela a los BRICS. Ya se apropiaron de CITGO, de las reservas monetarias en el exterior, aumentaron las sanciones y cerraron el acceso del país a cualquier tipo de financiamiento internacional (Katz, 2024).


En este caso se verifica plenamente la validez de la estrategia antiimperialista de Lenin. Esta política presupone apuntalar la defensa del oficialismo sobre los adversarios, que operan como peones del imperio, en un país asediado por las sanciones económicas y atacado sin pausa por los medios comunicación.


Ese sostén al gobierno no implica convalidar la política económica oficial, el enriquecimiento de la boliburguesía o la judicialización de las protestas sociales, pero ninguna de esas objeciones pone duda cuál es el campo en que debe situarse la izquierda. Ese terreno se localiza en el ámbito opuesto al enemigo principal, que es el imperialismo y la ultraderecha. Lenin razonaba en esos términos.


Bolivia ofrece un segundo ejemplo de experiencias actuales del nacionalismo radical. Allí se implementó un modelo económico inicialmente exitoso. Se logró el uso productivo de la renta, junto a la concreción de avances productivos sostenidos en la orientación estatal del crédito bancario.


La coyuntura actual es muy distinta y está signada por un serio freno de la economía, junto a grandes dificultades para motorizar los demorados proyectos de biodiesel, farmacéutica y química básica. En el plano político, una derecha muy golpeada puede recuperar primacía como consecuencia de la división del MAS. Esa fractura del oficialismo reactiva también los intentos golpistas, que están siempre latentes como un Plan B de las clases dominantes 

El caso de Nicaragua ilustra una trayectoria muy distinta. Comparte con el bloque radical, la hostilidad del imperialismo estadounidense, pero el curso político ha quedado signado por la injustificada represión a las protestas del 2018. Más inadmisible ha sido la persecución de reconocidos héroes de la revolución. No cabe duda que el agresor estadounidense es el enemigo principal, pero ese reconocimiento no implica silenciar, ni justificar la política del oficialismo.


Finalmente, Cuba persiste como el caso más singular de continuidad de una epopeya socialista. Luego de seis décadas de bloqueo, la resistencia de la isla continúa generando reconocimiento, admiración y solidaridad. Pero los graves problemas económicos subsisten, en un contexto de inflación, estancamiento y gran dependencia del turismo. Como las soluciones inmediatas a esas falencias supondrían un agravamiento de la desigualdad, las reformas se posponen y el país no consigue motorizar un modelo de crecimiento semejante a China o Vietnam. En este caso, las enseñanzas de Lenin incluyen una actualización de la Nueva Política Económica (NEP), que el líder bolchevique aplicó con gran reintroducción del mercado, para lidiar con las desventuras de la crisis.


El sistema institucional flexible que impera en la isla y el cambio generacional en la dirección política, permiten apostar al logro de un punto de equilibrio entre mantener las conquistas y apuntalar el crecimiento. La defensa de la Revolución cubana es el gran freno a la embestida regional de Estados Unidos y sus peones de la derecha. Esa resistencia continúa inspirada en ideales convergentes del nacionalismo radical con el socialismo, cuyas raíces teóricas estudiaremos en el próximo texto.


Escrito 22 de octubre de 2024


RESUMEN


La distinción leninista de nacionalismos se corroboró en América Latina. La variante reaccionaria comandó tiranías sin diputar gravitación internacional, la burguesa industrializó con hostilidad a la lucha social, la revolucionaria empalmó con luchas nacionales y sociales. Mella y Mariátegui polemizaron con el desconocimiento, la descalificación y la idealización de esas corrientes. Hubo incomprensión en la izquierda de la autonomía internacional del nacionalismo y pasiva aprobación posterior de su proyecto capitalista. La ultraderecha es autoritaria, confronta con el ciclo progresista, abandonó el desarrollismo y está sometida a Washington. El progresismo recrea el antecedente convencional con retórica socialdemócrata, constitucionalismo y regionalismo. La vertiente radical resiste al agresor estadounidense y dirime futuros en Venezuela y Cuba.



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Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, y miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz. 


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