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El capitalismo fracasó igual que el colonialismo, es hora de aceptarlo (Una defensa anticapitalista)

Por Francisco Fortuño Bernier



Algunos somos anticapitalistas y otros fingen sorprenderse de nuestra extraordinaria existencia. Pero a la sociedad puertorriqueña, quienes cuestionamos el capitalismo, le traemos un mensaje un tanto prosaico: al consenso ya solidificado de que el colonialismo fracasó hay que añadirle la consciencia de que el capitalismo también se fue a pique.

 

De la mano de esta advertencia, llevamos únicamente nuestra agenda abierta de compromiso absoluto con las luchas del pueblo trabajador en todos los espacios que tengamos que ocupar, sea en comunidades, movimientos sociales, centros de trabajo o puestos electos. Es un compromiso que se extiende, incluso, a la defensa de los pocos espacios de discusión y deliberación democrática que se permite en esta sociedad colonial: ¿cómo, sino defendiendo lo que queda de libertad de expresión y asociación, podríamos los oponentes del sistema asegurar un espacio, aunque sea pequeño, para denunciar las injusticias que vivimos?

 

No debería considerarse inusitado que entre la oposición al sistema político autoritario colonial hayamos quienes además rechazamos el orden económico despótico que lo acompaña. Después de todo, ¿qué promete esta sociedad —cuyos líderes tratan inútilmente hacerla a imagen de la norteamericana, pero nunca consiguen sino hacerla un grotesco reflejo de espejo de carnaval— sino un mundo con un horizonte en contracción constante? ¿No se ha encogido estrepitosamente —en términos económicos, poblacionales y hasta espirituales— en este siglo?

 

En la actualidad, hay menos seres humanos caminando por estas islas. Es una fantasía pretender que su desaparición fue un hecho fortuito, como si un día hubiesen decido mudarse por mera conveniencia o dejarse llevar el alma por los vientos de un huracán. Los que fingen ansían que ignoremos la realidad y nos unamos a la charada. Pero no podemos mirar a otro lado. Hay quienes sabemos que no hay forma de ignorar que hay algo aquí que va mal.

 

El intento de desterrar nuestros reclamos de justicia social de todos los espacios de discusión pública y hasta de la imaginación, la ofensiva que pretende silenciar nuestra impugnación del orden actual —al que llamamos capitalista-colonial con desprecio— no es otra cosa que la confesión de que a Puerto Rico lo somete aún una fuerza velada, corrupta, antidemocrática, intolerante y clasista. A esa fuerza nos oponemos por compromiso y con militancia aquellos que caemos bajo la sombrilla de la oposición o crítica mordaz al capitalismo, llamémosnos socialistas, socialdemócratas críticos, liberales con consciencia o hasta (horror) comunistas y anarquistas.

 

¿Es la presencia de los anticapitalistas en la política puertorriqueña una amenaza para la sociedad o los principios democrático que supuestamente la ordenan? Evidentemente no. En el Capitolio, Rafael Bernabe, anticapitalista y socialista, ha sido senador por un cuatrienio y al país no se le ha caído un canto. Bernabe, quien ha tenido ocasión de defender el valor de la diversidad ideológica en la oposición política, ha sido un incondicional de la clase trabajadora desde su silla en el hemiciclo, comprometido con una transformación real de la sociedad hacia la justicia y la solidaridad. Y esto no ha llevado al caos.

 

Por el contrario, ha tenido que hacerse hasta defensor de la Constitución del Estado Libre Asociado frente a la derecha. No lo digo como crítica: en el Puerto Rico actual, donde se ha borrado hasta la fachada de autonomía y se ha sometida la sociedad entera a la fantasía de que todo es un mercado, incluso la defensa de las garantías recogidas en la Constitución del 52 se vuelve “radical”.

 

Un ejemplo reciente basta: Bernabe ha propuesto que los estudiantes del sistema público conozcan sus derechos constitucionales a la organización sindical y la acción colectiva. Los artículos 16, 17 y 18 de la Carta de Derechos de la Constitución protegen una amplia gama de derechos laborales, entre los que se encuentran un “salario mínimo razonable”, el pago de horas extra, la organización de uniones para negociar colectivamente con los patronos y el poder hacer huelgas y piquetes para garantizar que los patronos reconozcan las organizaciones obreras y se vean forzados a negociar con ellas. La propuesta del senador del Movimiento Victoria Ciudadana es simple: requerir al Departamento de Educación instruir a los estudiantes en estos derechos laborales. No sorprenderá que esta medida no haya prosperado en una legislatura comprometida con los intereses de los patronos, gracias tanto a su control por el bipartidismo tradicional como a la intromisión de ese nuevo paladín de los intereses capitalistas, Proyecto Dignidad, que sintetiza en sus propuestas la clásica actitud antiobrera con el conservadurismo religioso que le caracteriza.

 

De forma inverosímil, en los debates en el Senado, el supuesto subversivo Bernabe acaba defendiendo enseñar sobre los derechos constitucionales, mientras que los adalides del status quo se oponen a un proyecto meramente educativo.

 

¿Quién es la amenaza, el socialista o los anti-anticapitalistas de centro y derecha? ¿Quién demuestra su compromiso con el espíritu truncado de una constitución que intentó reconocer incluso el derecho a la vida y trabajo digno, la salud, la vivienda y hasta la vestimenta antes de que el colonialismo la despojara de sus impulsos más reformistas?

 

Los anticapitalistas no somos enemigos del orden, el progreso o la justicia. Por el contrario, somos los únicos que apostamos a que esta sociedad es capaz de superar la locura caótica de pensar que haciendo las cosas igual, algo cambiará.

 

Hay que reconocer la realidad: la gran apuesta de mediados del siglo XX fue que Puerto Rico solo tendría que apoyarse en ser colonia de los Estados Unidos para ver un desarrollo capitalista que le modernizaría, permitiéndole eventualmente salir del colonialismo y el subdesarrollo.

 

A pesar de los intentos, todos fallidos, de hacer del propio Estado Libre Asociado una salida al problema colonial, la realidad económica es que fue la consolidación de una deriva hacia la concepción del desarrollo económico de Puerto Rico como un apéndice dependiente del mercado estadounidense, lo que se conoce en terminología económica como un enclave. El espíritu animador de lo que luego se encarnaría constitucionalmente en el ELA no es “lo mejor de los dos mundos” en el sentido de un punto medio entre independencia y anexión. Lo que da vida a la estructura base del colonialismo en Puerto Rico es una política económica claramente definida, con continuidad a pesar de sus transformaciones históricas: a partir de finales de los años 40, “el estado ahora redefiniría su rol como promotor y facilitador de inversiones en cualquier operación que quisieran establecer los capitalistas privados estadounidenses”. [1]


Esta ha sido la pesadilla económica, vendida como sueño, del país desde entonces: lograr un estatus político no amenazante a los americanos que garantizara un nivel de inversión suficiente para elevar las condiciones de vida de la población de la isla. El azar de la historia, como todos sabemos, se dignó a reconocerle solo un éxito limitado y contradictorio al proyecto desarrollista de mediados de siglo pasado; un éxito que tuvo más que ver con que coincidió con el periodo de crecimiento más acelerado a nivel mundial que con cualquier mérito propio.

 

La lógica básica del capitalismo de enclave infecta dogmáticamente las mentes de casi todos los políticos puertorriqueños hasta nuestros días, incapaces de concebir otro proyecto. Llámese Manos a la Obra, petroquímicas, Sección 936, ley de incentivos industriales criollos o ley 22/60: hablamos de la misma incapacidad para imaginar que la estructura económica de Puerto Rico podría hacer otra cosa..

 

A largo plazo, está claro, el ELA no resolvió ni el problema de la dependencia política ni la económica.

 

Pero la apuesta al capitalismo (y, aunque parezca contradictorio, a la colonia como forma del vínculo concreto a EEUU) no solo fue el ímpetu para la consolidación del ELA. También lo fue para el surgimiento del movimiento estadista como fenómeno de masas. En sus inicios el PNP de Luis A. Ferré articuló su ideología alrededor de un “programa de redención […] dirigido a proveer estabilidad política para Puerto Rico, un requisito crucial para obtener la estadidad y, más importante aún, para la supervivencia del capitalismo en la isla”.[2] Los componentes de ese programa fueron estabilizar lo social a través de programas de gobierno, lo económico fortaleciendo el capital local frente al norteamericano y lo político afianzando la relación de Puerto Rico a los EEUU.

 

Sin embargo, la evolución del mismo PNP demuestra que ha optado, aunque no lo diga directamente, por un reconocimiento tácito de que el capitalismo-colonial es incapaz de satisfacer las necesidades tanto del pueblo como del capital puertorriqueño: esta es la única interpretación convincente de su increíble afán por los fondos federales, más allá del oportunismo político que le llevó a modificar su ideología original.

 

La obsesión del PNP con el gasto del gobierno norteamericano es un síntoma. Nos permite diagnosticar su absoluta falta de fe en el sistema económico que, por otra parte, defiende. Si creyeran en la fuerza del capitalismo en Puerto Rico, no venderían su producto, el fondo federal tornado horizonte de igualdad, como una solución para la pobreza de una sociedad que esperan olvide sus dolores si se concentra lo suficiente en la utopía esfumada del welfare americano.

 

En el devenir hacia el abrazo a la dependencia que encontramos en el ELA y sus partidos hay una lección para el independentismo. Gesticular hacia el nacionalismo económico nunca ha pasado de gesto porque la clase social que vendría llamada a asumir ese proyecto, lo que habría de burguesía nacional aquí, nunca ha adoptado un programa que requiere su iniciativa, mucho menos su combatividad.

 

Los burgueses en Puerto Rico nunca han estado dispuestos a confrontar el colonialismo por su posición conscientemente subordinada al mercado estadounidense. Poco se puede esperar de esa clase, timorata por naturaleza: no darán un tajo ni por regular los peores aspectos del capitalismo mientras vean en su asociación con los EEUU una herramienta para subyugar a la clase trabajadora y mantener a raya a los pobres sin eliminar la pobreza. Para muestra basta la reciente y vergonzosa campaña contra el aumento del salario mínimo del empresario-político más famoso de la política nacional contemporánea, Manuel Cidre.

 

El ambivalente apoyo que podrían brindar el capital local a un putativo liderato independentista costaría caro, sobre todo si no se subordina toda política económica a un compromiso primordial e irrenunciable con los intereses del pueblo trabajador. Conseguir el apoyo “de buena fe” de lo que hay de burgueses “del patio” requeriría, evidentemente, sacrificar toda aspiración de transformación real, traicionando así lo único que podemos ofrecer al pueblo concretamente, entiéndase la confianza en que si los independentistas gobiernan por primera vez, por primera vez las cosas serán distintas.

 

Si la lección histórica se extendió, lo siento. Pero hay que ser un fanático anarco-capitalista (y sorprendentemente los hay) para sostener que lo que ha ocurrido en esta isla durante este siglo no es otra cosa que la bancarrota de ese sistema político-económico. La depresión económica que explotó en el año 2006 y que tiene su origen en una estructura económica subdesarrollada provocó una profunda crisis social. Ninguna sociedad en crecimiento ve su población disminuirse tan dramáticamente como lo ha hecho la puertorriqueña. Ninguna sociedad con un sistema económico mínimamente satisfactorio experimentaría la descomposición acelerada del tejido social que ha experimentado Puerto Rico. Ninguna sociedad democrática le entregaría voluntariamente el poder para escribir el presupuesto del Estado a un ente no-electo, como la Junta de Control Fiscal.

 

Cuando uno mira las tragedias de este siglo, puede en cada una identificar cómo tanto la condición colonial como la capitalista han empeorado, cuando no directamente provocado, la debacle. Los anticapitalistas tenemos espacio natural dentro de esta sociedad por una razón simple: porque alguien tiene que darle voz a la consciencia de que la vida humana tiene derecho a resistirse a la pulsión de muerte engendrada por el capitalismo-colonial.

 

Las luchas de clases se pueden saldar de diversas maneras y lo que hay aquí es lucha de clases. Sabemos que las fuerzas que plantean cambios contra el coloniaje o el capital casi siempre han conocido la derrota, aquí y allá. Pero sepan que aunque tengamos las probabilidades en contra, la apuesta al potencial de una alternativa fuera del capitalismo la aceptamos porque confiamos en el pueblo. Echen los dados.


Notas:


[1] César J. Ayala y Rafael Bernabe, Puerto Rico en el siglo americano (2011), Ediciones Callejón, p. 270.


[2] Edgardo Meléndez, Movimiento anexionista en Puerto Rico (1993), Editorial de la UPR, p. 156.


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Francisco J. Fortuño Bernier es profesor de ciencia política en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

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