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Crisis en la campaña presidencial americana: emperadores al desnudo

Por Francisco Fortuño Bernier




“Los hombres que al mirarse se ven nacidos para reinar, y a otros para obedecer,

pronto se vuelven insolentes— extraídos del resto de la humanidad,

sus mentes son fácilmente envenenadas por la importancia;

y el mundo en el que actúan difiere tan materialmente del mundo en general

que tienen poca oportunidad de conocer sus verdaderos intereses.”

Thomas Paine, Common Sense, 1776



El primer debate de la campaña presidencial en los Estados Unidos forzó a ese país a confrontar la realidad de que sus dos líderes principales no son solo inadecuados e incapaces para dirigirle, sino agresivamente peligrosos para su futuro. Si uno quiere ver el país arder en una pira vengativa tan pronto se le devuelva la Casa Blanca, el otro no parece quedarle demasiado tiempo entre los mortales de esta tierra.


Entre ambos, y a pesar de su frágil condición de decrepitud, se están esforzando en derrumbar las últimas ruinas de “la república”, que verá su fin ahogada entre la somnolencia de un hombre senil, cómplice del genocidio más terrible de nuestra época, y la virulencia de otro farfullero, emblema fascistizante de todo lo oscuro de su sociedad. 


Donald Trump y Joe Biden hacen un buen trabajo al representar ellos solos la cara decaída del poder. Pero   están rodeados por una infinidad de cobardes igual de culpables que no solo no se atreven a describirles los vestidos a sus respectivos emperadores, sino que son quienes los bordan activamente con el hilo imaginario de las glorias pasadas del imperio.


La crisis ha desencadenado los impulsos más autoritarios al interior del Partido Demócrata. La desesperación que causó ver la penosa actuación de Biden en el debate —durante el cual no pudo terminar oraciones en varias ocasiones y dio contestaciones contradictorias e incoherentes— pareció debilitar el agarre que usualmente tiene el partido sobre cualquier disidencia. El shock de tener ante sí la evidencia fehaciente de la decadencia nacional llevó a un momento de claridad: Biden tiene que salirse de en medio. Pero inmediatamente se impuso la disciplina, aunque pruebe ser un remedio temporero. Sacaron hasta a Barak Obama y Bill Clinton para calmar las voces que clamaban por la renuncia inmediata de Biden a la candidatura. Así, en lugar de un griterío, la última semana ha sido la historia de un coro de rumores; un cuchicheo cada vez más sonoro. Con cada día que pasa, otro demócrata rompe la omertá bidenista o sugiere, en la forma más críptica y reservada, que el emperador puede estar en un estado evidente de impresentabilidad, su indumentaria carente de los más mínimos requerimientos de la decencia, por no decir existencia.


¿Cambiarán a Biden o se dirigirán al suicidio electoral? Es difícil predecir, pero parecería que no les queda opción.


El problema de los demócratas es que por mucho tiempo le llevan pidiendo al electorado, la nación americana y el mundo que ignoren la realidad: Biden no está en condiciones biológicas de gobernar hasta el 2028, quizá no lo está para gobernar hasta el 5 de noviembre. Pero al construir la fantasía de que ante la amenaza trumpista (real y salvaje por demás) no hay otra opción sino la de cerrar filas con el actual presidente, los demócratas han sido cómplices de una ilusión autodestructiva. Si acaso, su momento de toma de conciencia sobre la imposibilidad de ganar con Biden llega cuando menos credibilidad les queda. 


Según las noticias que se filtran del entorno inmediato de la Casa Blanca, hay una batalla tras bastidores dentro del círculo interior del poder, cada vez más pequeño y paranoico. Cada vez más “búnker”. Algunos que hasta hace poco le consentían en sus fantasías se rebelan contra el puñado de familiares cercanos y consejeros confiados que aún ven como su función principal no gobernar, sino proteger al presidente de una realidad cada vez más adversa, manteniéndolo envuelto en un “capullo — lejos de las cámaras, preguntas y un escrutinio público más intenso”. Como observó un comentarista liberal: “en vez de actuar como un control ante las decisiones y ambiciones de Biden, el partido se ha convertido en su facilitador. En su esbirro. Le está ofreciendo al pueblo americano una opción que no desea y entonces amenazándolo con el fin de la democracia si no la acepta”.


Se ha comparado la situación actual de la élite política de ese país norteamericano con la de la nomenclatura soviética tardía. Sin embargo, en la comparación los viejos Secretarios Generales del Partido Comunista de la Unión Soviética salen ganando. Los grandes (en edad) líderes que le dieron a la URSS fama de gerontocracia murieron todos más jóvenes que Biden y Trump, de 81 y 77 años respectivamente. La fama de Estado gobernado por ancianos se debió a una sucesión de líderes que entre finales de los 1970 y mediados de los 80 murieron de viejos. Empezando por Leonid Brezhnev —75 años a su muerte, famoso por hacer el ridículo ante las cámaras de la televisión soviética, evidentemente borracho y/o senil—; seguido de Yuri Andrópov, que murió a los 69, pero pasó la mayor parte de su corto tiempo al mando del Estado encamado; y, finalmente, sucedido por Konstantín Chernenko, que tampoco llegó al año y medio como premier antes de morir a los 73 años de edad. 


Desde esta sucesión de muertes, la gerontocracia soviética ha servido de ejemplo clásico de la obsolescencia de un sistema político, símbolo de una sociedad que ya no daba para más, lista para colapsar. ¿No se puede decir algo peor del sistema político estadounidense actual?


La percepción generalizada del electorado norteamericano es que ambos candidatos son demasiado viejos, pero que Biden está claramente incapacitado para seguir: según una encuesta de CBS, un 72% dice que su salud mental y cognitiva es demasiado pobre para ser presidente, mientras que un 49% opina lo mismo de su contrincante, Trump. 


Los jóvenes americanos, específicamente, tienen un punto de vista lúgubre y preclaro sobre la política de su país. En una encuesta de votantes entre 18 y 30 años, prácticamente el 65% de los entrevistados dijo estar de acuerdo con que “casi todos los políticos son corruptos”, “el sueño americano no es igualmente accesible a todos” y “América está decayendo”. 


La juventud estadounidense en general se ha desentendido de Biden por razones económicas, las minorías étnicas sobre todo. A pesar de que los votantes jóvenes negros e hispanos lo apoyaron decisivamente en 2020, solo un 33% de los jóvenes negros lo apoyan hoy y entre los latinos Trump lleva la delantera por cuatro puntos porcentuales. Eso sin añadir que entre muchos jóvenes, el tema decisivo ha sido la guerra en Gaza: es indudable que el apoyo material y diplomático de Biden al régimen criminal de Tel Aviv y la represión policíaca de las protestas estudiantiles contra el genocidio de los palestinos ha dejado asqueada y distanciada a una generación que en otras condiciones se hubiese tapado la nariz y apoyado a cualquier demócrata frente a la amenaza de alguien como Trump.


Las encuestas no solo reflejan la opinión tétrica del electorado, sino que también ponen a Biden claramente en desventaja frente a Trump, quien ahora mismo tiene todas las de ganar en noviembre. Algo que debería ser impensable, si se toma en cuenta que el republicano acaba de salir convicto de 34 cargos graves en el estado de Nueva York y enfrenta varios casos criminales más. Sin mencionar que es el mismo Donald Trump que estuvo a la cabeza de un auténtico putsch: la insurrección del 6 de enero de 2021 durante la cual sus seguidores tomaron el Capitolio para evitar la confirmación oficial de la elección de Biden por el Congreso. Es difícil ignorar, además, que la retórica trumpista cada vez más se ensaña no solo contra sus contrincantes liberales, sino violentamente contra los inmigrantes, los derechos de las mujeres, las personas trans y las minorías en general. Que en este contexto su discurso autoritario esté logrando calar entre hombres jóvenes, hispanos y afroamericanos es un testimonio de lo desastrosa que ha sido la administración Biden al enfrentar la secuela económica de la pandemia con una retahíla de promesas incumplidas, con impotencia frente al alza generalizado de los precios, con una pira de dinero quemado en Ucrania, con desdén por la vida humana en Gaza.


¿Cómo logra un demócrata perder ante un hombre como Trump? Es casi increíble, pero está ocurriendo. Un análisis sosegado y racional de la situación llevaría a la conclusión de que la sustitución de Biden como candidato es inevitable. Pero la alta política del imperio más pujante de la historia de la humanidad responde a muchas cosas antes que a la razón calmada. De todas formas, me atrevo a una predicción político-metereológica: Joe Biden no será el candidato demócrata en estas elecciones. Y si lo es, Donald Trump —con una Corte Suprema que opera como comisariado político del radicalismo conservador cubriéndole las espaldas— inaugurará una etapa inédita y peligrosa de la historia de ese país al que, gracias a la cobardía centenaria de nuestras élites colonizadas, nos vemos aún e inexorablemente subyugados.


Hay una ironía final en toda esta crisis en torno al trono imperial. En los Estados Unidos, los servicios públicos y espacios en general tienden a ser abandonados por el gobierno según se abren a las minorías étnicas. Así, las universidades públicas de Nueva York cayeron en decadencia cuando se vieron forzadas a admitir puertorriqueños y negros en masa: después de un siglo de ser gratuitas y recibir apoyo estatal, quedaron a la deriva y empezaron a cobrar matrículas. Se puede contar una historia parecida de los residenciales públicos o los centros urbanos en general. En la medida en que los blancos abandonaron las ciudades a mediados del siglo pasado en su “white flight” hacia el suburbio segregado, sus gobiernos no tuvieron problema con dejarlas decaer hasta la decrepitud. E incluso arder. Ese fue el caso del sur del Bronx, donde los puertorriqueños se vieron forzados a sobrevivir por décadas entre las ruinas quemadas de lo que fue una ciudad viva y en crecimiento cuando la población era blanca, judía o italiana y el gobierno creía en abordar grandes proyectos de reforma social novotratista.


Para los blancos, una ciudad sobre una colina; para negros e hispanos, sus cenizas.


Solo ahora, cuando lo que queda es bregar con un incendio descontrolado, por primera vez se entrevé la posibilidad, aún remota, de que la cosa pública sea encabezada por una mujer. Y negra.


***

Francisco J. Fortuño Bernier es profesor de ciencia política en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

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